“Kali, la terrible diosa, merodea por las llanuras de la India” nos cuenta Marguerite Yourcenar en Cuentos Orientales. Kali, diosa decapitada por un rayo, su cabeza unida por destino al cuerpo de una cortesana. Kali vuelta diosa entre los hombres, la cabeza lloraba sin descanso la voluntad de un cuerpo abyecto. Kali destruye y recrea. Kali es la síntesis de dos seres que vueltos uno suman sólo dolores (y complicidades).
La imagen de la diosa Kali fue lo primero que vino a mi mente al leer los trascendidos de la Reforma de Estado que se cocina en el Congreso: ponerle a nuestro deforme cuerpo presidencialista una cabeza parlamentaria que se adivina casi celestial. Curiosa solución, no dar fin al Frankenstein sino ponerle una cabeza que se cree es bonita.
Hay aquí otro mito, y me permito citar a Leo Zuckermann en su columna del lunes: “el parlamentarismo es una forma superior de gobierno al presidencialismo”. Esta conclusión se originó, como bien lo menciona Leo Zuckermann, a partir del trabajo de algunos politólogos hace ya dos décadas, centralmente Juan Linz. El argumento es claro, los regímenes presidenciales al tener un sistema de separación de poderes y partidos indisciplinados carecen de incentivos para la formación de coaliciones legislativas, lo que produce gobiernos divididos, parálisis legislativas, gobiernos inefectivos y en el peor de los casos la caída de las democracias.
En contraste, los regímenes parlamentarios al formar gobiernos mediante coaliciones legislativas -en una misma elección- tienen casi una garantía de mayoría, y el incentivo de mantenerla dada la amenaza de disolver el parlamento por parte del Primer Ministro o un voto de no confianza por parte del parlamento, y convocar a nuevas elecciones para formar un nuevo gobierno.
El argumento nace de una observación incuestionable: las democracias parlamentarias viven más que las presidenciales. ¿Se debe esta diferencia al diseño institucional de ambos regímenes como argumentó Juan Linz? Los trabajos académicos más recientes nos dicen que no. En específico, José Antonio Cheibub en un artículo del 2004 (“Why are presidential democracies Fragile?”) demuestra empíricamente que el argumento de Linz no tiene soporte alguno. Con base en un análisis estadístico que abarca todas las democracias de la segunda mitad del siglo XX demuestra que los incentivos para la formación de coaliciones es similar en ambos regímenes, y que las parálisis legislativas en regímenes presidenciales ni son tan recurrentes ni están asociadas linealmente al número de partidos políticos, sino que ambos regímenes son particularmente frágiles cuando el número de partidos en el legislativo es intermedio, entre 3 y 4, que cuando el número es mayor (o dos).
Cheibub descarta también que se deba a que las democracias parlamentarias ocurren en países más ricos. Si bien las democracias de ambos tipos son más vulnerables a menores niveles de ingreso, en todos los casos los regímenes presidenciales siguen siendo más vulnerables que aquellas parlamentarias. Entonces, si no es el modo en que se forman los gobiernos y tampoco es la riqueza ¿qué explica que las democracias parlamentarias duren más que las presidenciales?
La respuesta de Cheibub es simple: la evidencia indica que aquellas democracias que nacen después de dictaduras militares son más inestables; las democracias presidenciales son más proclives a suceder a una dictadura militar que una civil (en comparación con las parlamentarias); por tanto, las democracias presidenciales han tenido históricamente una vida más corta. Esto se debe a que las dictaduras militares crean un vacío institucional y son además más frágiles que otro tipo de dictaduras. En palabras de Przeworski: “Lo que ha sido inestable en América Latina ha sido la dictadura”, no la democracia.
Entonces, la estabilidad parlamentaria no se debe a que sea una forma superior de gobierno, sino al tipo de autocracias que han suplido. Pero lo que se plantea en el Congreso mexicano es una mezcla de ambos, un sistema semipresidencial como el de la Quinta Republica que funciona en Francia como tal desde 1962, en el que el Presidente y el legislativo son electos de forma separada, pero se establece la figura de Primer Ministro como un jefe de gabinete nombrado por el Presidente a partir de una coalición parlamentaria mayoritaria, que puede o no ser del mismo signo partidista y que puede ser revocado junto con el resto del gabinete por el parlamento mediante una moción de censura.
De este modo, cuando el Presidente y el Primer Ministro pertenecen al mismo partido (o coalición de partidos) el sistema semipresidencial funciona casi como uno presidencial. En cambio, cuando el Primer Ministro pertenece tiene un signo distinto se trata de un “gobierno de cohabitación” que o bien forma una super-mayoría o bien traslada los problemas de parálisis legislativa al interior del poder ejecutivo. Si seguimos el caso francés más bien lo segundo.
Imagine usted un sistema de este tipo en México y luego trate de dormir: tenemos un número efectivo de partidos de 2.64; es decir, en el que 3 partidos dominan más del 90% del legislativo, mediante un sistema mixto que combina la mayoría simple y representación proporcional, y para colmo, sin reelección legislativa. Peor aún, sospecho que los legisladores mexicanos no están pensando en un sistema semipresidencial como el francés, sino en una criatura que aún no tiene nombre: crear la figura de jefe de gabinete a partir de una mayoría legislativa que puede removerlo, sin modificar la formula electoral mixta, sin implementar la reelección legislativa, y por supuesto, sin darle al Presidente atribuciones para disolver el Congreso y llamar a nuevas elecciones legislativas.
Ya se imaginará usted que la mayoría que nombrará al jefe de gabinete estará basada en dos de los tres partidos, entre los que puede o no estar el del Presidente. Se imaginará también que se tratará de una coalición endeble que lejos de incrementar las atribuciones legislativas del Presidente o el jefe de gabinete (como sucede de hecho en los sistemas parlamentarios o semipresidenciales con mayoría parlamentaria), incrementará las atribuciones ejecutivas del legislativo, en específico, las del partido o partidos opositores que formen una coalición de mayoría, en la que estará siempre el PRI.
Entonces, viviremos permanentemente un gobierno de cohabitación, ya sea moderada si se forma una coalición entre el partido del Presidente y el PRI, o bien polarizada si se forma una coalición entre el PRI y el otro partido de oposición. El PRI gobernaría ad infinitum ganando o no una elección presidencial. En ambos casos sólo se trasladarían al interior del Ejecutivo las parálisis y los vicios entre poderes.
México no necesita una cabeza parlamentaria, necesita un sano y robusto cuerpo presidencial, y para eso no hace falta una Reforma de Estado, sino una reforma electoral profunda. Lo que le duele al cuerpo presidencial mexicano no es la cabeza, sino las extremidades: los partidos políticos. Se requiere generar mecanismos para que los legisladores formen mayorías legislativas en política pública, y eso no pasa ni por una segunda vuelta presidencial, ni por un jefe de gabinete, pasa por la reelección legislativa y la modificación a la formula electoral mixta. Ya sea con un sistema mayoritario con dos grandes bloques partidistas y legisladores con incentivos para votar en algunos casos por fuera de las líneas partidistas (tipo Estados Unidos), o un sistema proporcional con la presencia legislativa significativa de más de tres partidos que promueva coaliciones entre ellos para formar una mayoría legislativa (similar al sistema brasileño).
La opción semipresidencial en este México sería la unión de dos cuerpos que vueltos uno sumarían sólo dolores. Una cabeza parlamentaria llorosa, rígida y bipolar; con un cuerpo presidencialista aún deforme incapaz de dejar sus vicios. Bastaría con un cuerpo presidencialista sano: no pasemos de un mexi-kenstein a una mexi-Kali.