La relación entre la iglesia católica y la democracia es compleja y no ajena a fricciones y momentos tirantes. De un lado la fe, del otro la institución. Distinción inevitable. La democracia garantiza la libertad de cultos, la libertad de expresión y la libertad de asociación, pero al mismo tiempo establece –como garantía indispensable a su sobrevivencia- la separación estricta entre Estado y religión, porque lo sabemos, no hay teocracias democráticas.
La iglesia católica es muchas cosas, ser una institución democrática no es una de ellas, ni en su historia, ni en sus contenidos. Es una institución que niega por principio dos atributos esenciales de la democracia: la libertad y la igualdad. Ya entre hombres y mujeres, ya entre heterosexuales y homosexuales, los principios de la iglesia no entran fáciles en la democracia pero es tarea de toda democracia garantizar la libertad en las actividades de culto.
El papel de la iglesia en algunos momentos vergonzosos de la historia ha sido eso, vergonzoso. Su apoyo y participación en las dictaduras de Francisco Franco en España, de Augusto Pinochet en Chile y de Jorge Rafael Videla en Argentina están plenamente documentadas y merecen, por lo menos, una disculpa institucional. Ahí está, por ejemplo, el cura Christian Von Wernich en Argentina recientemente condenado a cadena perpetua por el asesinato probado de 7 personas, la tortura de 30 y el secuestro de 42 al servicio de la dictadura militar. Ahí está el respaldo permanente del sacerdote Raúl Hasbún a las atrocidades de la dictadura pinochetista en Chile. Ahí está también la defensa, hasta nuestros días, por parte de la iglesia católica española a las acciones de Francisco Franco, a la que se la ha permitido incluso preservar símbolos franquistas dentro de la recién aprobada Ley de Memoria Histórica. Ahí queda también el silencio cómplice de la iglesia durante el holocausto judío.
De un lado la iglesia como institución, del otro algunos de sus miembros. Otra distinción inevitable. En todos los casos mencionados hubo sacerdotes y monjas valientes que se opusieron a las monstruosidades de la dictadura en turno, en Alemania y Polonia durante la segunda guerra mundial, en Sudamérica durante los gobiernos dictatoriales; en donde algunos fueron desaparecidos, asesinados o expulsados bajo la mirada ausente de la iglesia.
México es uno de los ejemplos más peculiares y extremos de la difícil relación entre Estado e iglesia, desde las leyes de amortización del periodo de Reforma, pasando por la guerra cristera, y hasta el arribo a la democracia. Lo sucedido el pasado domingo en la catedral metropolitana es reprobable, porque dio cuenta de signos de intolerancia en ambos sentidos. Pero más sorprendente resulta la reacción entre algunos editorialistas, que en su afán de demonizar al PRD como un partido de violentos e insolentes hacen un relato sesgado y faltante a la verdad de lo ocurrido. Muy poco democrático de su parte.
Es obligación del gobierno proteger la integridad de sus ciudadanos, incluidos los fieles y ministros de culto, cuando ésta se ve amenaza. Ni duda cabe. Habrá que probar si existió tal amenaza, hasta donde sabemos emitir opiniones políticas en un espacio de culto no está penalizado bajo ninguna ley en México. Lo que sí está prohibido tanto por el Derecho Canónico (Canon 285 al 287), como por el artículo 130 constitucional es el proselitismo político por parte de los ministros de culto. Lo que sí establecen
Ni buenos, ni malos. Esas son divisiones que encajan en una visión moral del mundo, como la del catolicismo. La relación entre iglesia y democracia está regulada por el estado de derecho, y para los fines de la democracia por encima de la ley no hay nada ni nadie.
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