30.8.06

Katrina (Publicado en Excelsior, 30/08/06)

Buena noches, América, ¿Cómo estás?, ¿No me conoces? Soy tu hijo nativo, Soy el tren que llaman la Ciudad de Nueva Orleans
Steve Goodman, The City of New Orleans.

Pocas ciudades de Estados Unidos tienen un valor simbólico como Nueva Orleans. La única ciudad fuera del suroeste con raíces culturales latinas, Nueva Orleans ha sido una cápsula creativa. Lugar de origen del Gospel, el Blues y el Jazz como los conocemos, ciudad festiva, capital cultural de los afroamericanos. Nueva Orleans le dio a los Estados Unidos una interpretación original de su música, sus identidades raciales, sus manifestaciones religiosas y su literatura. De Nueva Orleans son Louis Armstrong, Truman Capote y Mahalia Jackson, núcleos de la cultura popular estadounidense del siglo XX.

De ahí el impacto simbólico del huracán Katrina que cumplió ayer su primer aniversario. Katrina dejó una Nueva Orleans desolada y huérfana. El 80% de la ciudad inundada y más de 1,500 muertos. La población de Nueva Orleans se redujo a menos de la mitad y el perfil demográfico ha cambiado dramáticamente. La capital de la cultura negra puede perder al 80% de su población afroamericana, el segmento más afectado por el huracán. Katrina evidenció los demonios de una ciudad y un país entero: la desigualdad y la división racial. Nueva Orleans se convirtió en un año en una ciudad de blancos de clase media e inmigrantes mexicanos ilegales empleados en las tareas de reconstrucción. Nueva Orleans cambió para siempre.

Los desastres naturales o humanos tienen también una dimensión política. Estos shocks exógenos pueden tener tres efectos políticos. En primer lugar, incentivan la formación de redes de organización social ajenas, y en ocasiones enfrentadas al Estado. En segundo lugar, evidencian las condiciones de desigualdad socioeconómica, en la que los segmentos más pobres tienden a ser los más vulnerables a las catástrofes. Finalmente, revelan las deficiencias en la capacidad y voluntad de respuesta de los gobiernos.

Ejemplos de los efectos políticos de los desastres abundan: el terremoto de 1985 en la Ciudad de México, el huracán Mitch de 1998 en Honduras y Nicaragua, la explosión de Chernobil de 1986 en la antigua Unión Soviética, el hundimiento del buque Prestige de 2002 en España, etcétera. Los gobiernos enfrentan culpas ya sea en las causas mismas o en el control de daños. Ello va al centro de la justificación de la existencia del Estado: una entidad que legítimamente utiliza la fuerza y los medios de todos sus ciudadanos para su protección.

El gobierno de George Bush se basó por 5 años en la respuesta a los ataques del 11 de septiembre de 2001. Un conservador compasivo, resuelto a la defensa de su población de las amenazas exteriores, una eterna situación de guerra con un Presidente resuelto al frente. Katrina ahogó esta imagen. En contraste con el Bush aventurero de las guerras en Afganistán e Irak, Katrina nos dejó la foto de un Presidente observando el desastre desde su avión, incapaz y ausente: un conservador indolente.

De acuerdo a una encuesta de la cadena ABC, el 66% de los estadounidenses reprueban la respuesta de Bush frente al huracán, y dan 12% de ventaja a los demócratas para responder a los problemas nacionales. Las elecciones intermedias de noviembre pueden cambiar el color de la Cámara de Representantes y ser el preludio para una presidencia demócrata en el 2008. Los vientos de Katrina desnudaron a Bush y dejaron al descubierto las verdaderas dimensiones de un gobierno enano.

25.8.06

El Fin de los Supremos (Publicado en Excelsior, 23/08/06)

“Yo, el Supremo Dictador de la República ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campana echadas al vuelo...”

Así inicia Yo el Supremo, del novelista paraguayo Augusto Roa Bastos, quizás la mejor novela latinoamericana escrita sobre un dictador, su infinito poder, y sí, sus infinitos miedos. El texto pertenece a un pasquín clavado en las puertas de catedral de Asunción, y da lugar a una historia intrincada de paranoias y expiaciones bajo la dictadura de Rodríguez de Francia en Paraguay.

América Latina ha sido rica en ambos, dictadores y escritores. Una paradoja: una región con grandes pobrezas económicas y con dos siglos de inestabilidad política, ha sido desde sus inicios una región culturalmente rica y productiva. Este contrasentido dio lugar a otro gran libro, El Espejo Enterrado, de Carlos Fuentes, un relato maravilloso de la obra cultural latinoamericana y su contraste con la situación económica y política de nuestros países.

Fuentes describe preciso el nacimiento de una identidad propiamente americana y sus dimensiones estéticas. Describe también la serie de descalabros. Los espejismos de las naciones recién independientes y el despertar doloroso a un mundo de caudillos y tiranos. La mutación de oligarquías coloniales en pillajes militares. Juan Manuel de Rosas en Argentina, Antonio López de Santa Anna en México, el doctor Gaspar Rodríguez de Francia en Paraguay. Biografías y gobiernos hechos para la literatura. Los títulos otorgados sobre sí mismos, “Dictador Perpetuo”, “El Supremo”, “Alteza Serenísima”, el poder así acumulado se vuelve una caricatura, una simulación.

El Siglo XX latinoamericano cambio las formas, nunca los fondos. Gobiernos del ridículo, Gustavo Rojas Pinilla en Colombia, Anastasio Somoza en Nicaragua, Alfredo Stroessner en Paraguay, y Rafael Leonidas Trujillo en República Dominicana. Los gobiernos nacionalistas del PRI en México, Getulio Vargas en Brasil y Juan Domingo Perón en Argentina. Las dictaduras militares de Augusto Pinochet en Chile, Aparicio Méndez en Uruguay y Jorge Rafael Videla en Argentina. Y por supuesto, Fidel Castro en Cuba. Países siempre con nombres propios.

Las democracias estables eran la excepción: Costa Rica y Venezuela. Hoy América Latina es una región de sistemas políticos democráticos y economías abiertas. Un cambio histórico profundo. Efectivamente, algunas de nuestras democracias se muestran endebles y con arreglos institucionales insostenibles. Efectivamente, la liberalización de las economías latinoamericanas no ha derivado ni en tasas de crecimiento elevadas y sostenidas, ni en una disminución sustancial en los niveles de pobreza y desigualdad. Pero hoy pocos cuestionan a la democracia como sistema de gobierno, o buscan en el Estado la solución de todos los problemas económicos.

La muerte de Alfredo Stroessner el pasado 16 de agosto cierra un capitulo en la región. Los juicios reiniciados contra los envejecidos Videla en Argentina y Pinochet en Chile reflejan democracias que ni olvidan ni perdonan. El deterioro en la salud de Fidel Castro nos permite especular sobre una Cuba democrática en el futuro. Los dictadores latinoamericanos enferman, padecen y mueren. Aquí ya no hay lugar para nombres propios, insignias falsas y títulos absurdos: “¿Qué tal Supremo Finado, si te dejamos así, condenado al hambre perpetua…”

La Gimnasia y la Magnesia (Publicado en Excelsior, 16/08/06)

Los procesos electorales en América Latina han evidenciado un profundo debate ideológico. La confrontación de dos visiones polarizadas y polarizantes, ‘neoliberales’ versus ‘neopopulistas’. México no ha escapado a esta división. La elección del 2 de julio, según nos dicen los expertos, dejó un país dividido y polarizado. Nos angustia la imagen del mapa electoral que muestra una división tajante entre un Norte azul y un Sur amarillo.

Esta angustia está mal dirigida, es como quien se preocupa por que le duele la cabeza cuando tiene cáncer cerebral. El problema central en México es que somos un país inaceptablemente desigual. La dispersión en el nivel de bienestar de la población es inmensa.

Por ejemplo, el ingreso per cápita promedio en el 2000 en el municipio más rico del país era de 32,877 dólares (San Pedro Garza García, Nuevo León), mientras que en el municipio más pobre era de sólo 149 dólares (Santos Reyes Yucuna, Oaxaca). Esto significa que el ingreso de un habitante de San Pedro Garza García equivale al de 221 habitantes de Santos Reyes Yucuna. La diferencia es similar a la que existe entre Suiza y Sierra Leona.

Esta desigualdad tiene consecuencias deplorables. La prevalencia de desnutrición crónica en el sur del país es de 29.2%, mientras que en el norte es del 7.1%. El porcentaje de niños que trabajan es del 36.3% entre la población indígena y del 12.9% entre la población no indígena. La tasa de mortalidad en menores de 5 años en el 2003 era de 32 por cada mil nacimientos en Chiapas y de 15 en Nuevo León. La razón de mortalidad materna por cada 100 mil nacimientos era de 102 casos en Chiapas y de menos de 20 casos en Nuevo León. El porcentaje de ocupantes en viviendas precarias en Aguascalientes era de menos del 5%, en Guerrero era superior al 25%. En la delegación Benito Juárez el promedio de escolaridad es de 12 años terminados, en Santa Maria la Asunción (Oaxaca) es de 1 año.

La pobreza genera pobreza y apostarle únicamente al mercado es una ilusión. Entre 1994 y 2004 mientras que las exportaciones crecieron a tasas del 10% anual, el empleo lo hizo a tasas del 2.30%. Esos son los saldos preliminares del TLCAN. El esgrimido ‘efecto de goteo’ del ingreso es nulo: en 1994 el índice de desigualdad (Gini) era de 51.5, en 2004 era de 53.1.

El mercado no resuelve la pobreza sin la intervención del Estado. Del mismo modo, no hay polarizaciones ideológicas sin desigualdades socioeconómicas. La oferta ideológica es inútil sin la demanda social. En México el discurso maniqueo de López Obrador, ese mundo partido entre ‘los de arriba’ y ‘los de abajo’, hubiese pasado de noche si no fuéramos efectivamente un país tan desigual. Y ese es un problema de gobiernos, no de ideologías.

Con los datos disponibles sabemos que Felipe Calderón ganó en 741 municipios y López Obrador en 1041. Si dividimos al país en sólo dos categorías, municipios pobres (marginalidad alta o muy alta) y municipios ricos (marginalidad media, baja o muy baja), veríamos que el 65% de los municipios que votaron por Calderón eran ricos y que 55% de los que votaron por López Obrador eran pobres. De los 376 municipios con marginalidad muy alta, en el 45% ganó López Obrador contra un 15% de Calderón. En contraste, de los 245 municipios con marginalidad muy baja, Calderón ganó el 55% y López Obrador el 35% (18% sin quitáramos a los municipios del Valle de México).

Esta aparente división electoral es un dolor de cabeza, pero por ser sintomática de la profunda desigualdad en México. No confundamos la gimnasia con la magnesia.

El Síndrome Mafalda (Publicado en Excelsior, 09/08/06)


“No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy, ¡Dios mío! ¡Si los chinos llegan a leer esto!...”.

Mafalda.


Made in China es sello de amenazas y miedos nacionales: China es nuestro Coco. Se trata de la sexta economía más grande el mundo (México es la décima). El fin del milagro mexicano coincide con el inicio del milagro chino. Mientras que nuestro promedio de crecimiento entre 1970 y 2002 fue de 2.4% en China fue de 5.6%. El argumento fácil: los bajos salarios. No somos suficiente pobres.

En términos nominales, para 1996 el salario promedio por hora en dólares de un trabajador Chino en el sector manufacturero era de 67 centavos, el equivalente en México era de 1.4. La transformación en capacidad de compra de estos dólares derivaría en una diferencia mucho menor. Esto se debe a que México es un país aún más desigual que China, el índice Gini para México es de 53 mientras que para China es de 44, los pobres en México no son muy diferentes de los pobres en China.

China es también un país más industrializado que México, mientras que el sector manufacturero representa más del 35% del PIB chino, en México anda por el 20%. No obstante, contrario a lo que se piensa, México es mucho más dependiente que China con respecto a sus exportaciones, 27% del PIB contra 19%. Así, la economía mexicana es más vulnerable al comercio internacional. Por ejemplo, el impacto del estancamiento económico de los Estados Unidos en 2002 fue inmenso en la economía mexicana que creció 0.2% en ese año, y nulo en China cuyo crecimiento fue cercano al 8%.

Si en México nos atemoriza el crecimiento económico chino es por nuestra excesiva dependencia comercial en un solo mercado. Mientras México desplazó a Japón como el segundo socio comercial más importante de los Estados Unidos desde mediados de los noventa, China parece seguir nuestros pasos colocándose como el tercero.

Ya para septiembre del 2003 las exportaciones chinas a Estados Unidos superaban a las mexicanas por 7 mil millones de dólares. En contraste, México importa mucho más de Estados Unidos que China, 71 contra 19 mil millones de dólares. Así, aunque ambos países muestran un superávit comercial con los Estados Unidos el superávit chino es ya inalcanzable.

Sí, los mexicanos tenemos motivos para preocuparnos. El mercado y comercio chinos crecen a tasas enormes mientras nosotros distribuir los beneficios del libre comercio, ni logramos sacudirnos la modorra de la recesión norteamericana.

Sin embargo, el problema no es necesariamente que los chinos ganen menos que nosotros por su trabajo, en realidad, en términos reales la diferencia no es sustancial para trabajadores no capacitados. ¿Si no es la mano de obra, entonces qué? La respuesta puede ser simple: inversión pública, capital humano y certeza jurídica.

México no debería angustiarse por ofrecer salarios bajos, competir en el mundo con base en la pobreza no tiene sentido si el objetivo final de crecer es el bienestar social, no la desigualdad social. Si no vamos a competir en el precio, procuremos, como Corea, Taiwán y Hong Kong lo hicieron en su momento, competir en calidad de mano de obra, elevando la inversión pública en educación. China parece saberse la lección y aunque su promedio de escolaridad en 1995 no era muy diferente al de México, ya para el 2002 nos superaban por dos años (13 versus 11 años).

Así, lo que hace falta en México no son bajos salarios ni mayor apertura, sino políticas de desarrollo enfocadas a la generación de capital humano, inversión en infraestructura y certidumbre jurídica. Sólo así el síndrome Mafalda puede ser curable.

3.8.06

“No estoy solo, porque estamos todos juntos.” (Publicado en Excelsior, 02/08/06)

Pocas manifestaciones de la política tienen un efecto emocional similar a las movilizaciones colectivas. Acumulaciones de individuos que salen a la calle, gritan, vitorean, buscan y a veces, encuentran. Manifestaciones pacíficas y abrumadoras de quienes persiguen una concepción compartida de justicia. Ese fue el efecto de las movilizaciones de Mahatma Gandhi, Martin Luther King, César Chávez y Nelson Mandela. Como lo expresó el Reverendo King en su Carta desde la Cárcel de Birmingham, se trata del cruce de cuatro avenidas: la injusticia, la negociación, la auto-purificación y la acción directa. ¡La historia!

La notoriedad de estos movimientos se debió en gran parte a su justo cuestionamiento al injusto sistema legal prevaleciente: el colonialismo, la exclusión racial, la explotación laboral o el apartheid. Así, siguiendo al filósofo liberal John Rawls la desobediencia civil se justifica, en tanto se trate de un acto público, no violento, de conciencia y con el objetivo de transformar marcos legales injustos. Esto es, aquellos que violen al menos dos principios fundamentales de justicia: la igualdad de libertades y oportunidades.

Ante esto, las movilizaciones lópezobradoristas carecen de justificación. No responden a un acto de injusticia, sino que preceden un acto de decisión judicial. No buscan la igualdad de libertades y oportunidades, buscan su opuesto. A la falta de evidencias se recurre al discurso evasivo y binario que pone signos de interrogación sobre todas las cosas. Democracia verdadera o simulación democrática. La prueba es tan obvia que no merece ser provista, ganamos porque Calderón se niega a contar los votos: el que algo teme todo debe.

El movimiento de López Obrador no busca la justicia, busca el movimiento mismo. Amarrar a los otros miembros del PRD a sus necesidades. Presionar al TEPJF, porque el mal paso siempre exige prisas. Mostrar el músculo a los adversarios, basta caminar por las calles de Reforma, Juárez y Madero, hasta la Plaza de la Constitución (vaya orden histórico) para darse cuenta que se trata de una movilización de pre-movilizados, de organizaciones, no de ciudadanos. Masa pre-cocida.

De ahí la batalla de los números, 2 millones o 348 mil. Porque el poder no se entiende en las urnas, sino en las colectividades, en las masas que acosan y se mimetizan. El poderoso es un signo, un símbolo, un hombre de rituales. Ya lo decía Elías Canetti, la masa busca amalgamarse con el poderoso, buscar lo catastrófico, la tangibilización del poder. Masa que busca expandirse, igualarse, espesarse y moverse.

La democracia pocas veces se hace de masas asentadas en la calle. Las democracias construidas de movilizaciones desde abajo son las menos, por ejemplo, Sudáfrica y El Salvador. La democracia mexicana requiere de ciudadanos movilizados en las urnas, no en las calles. Requiere también de élites políticas que acuerden reglas del juego electoral, compitan bajo éstas y reconozcan en consecuencia su derrota sabiendo que podrán competir de nueva cuenta bajo las mismas reglas.

López Obrador estaría obligado a apelar ante las instancias judiciales el resultado electoral si existen elementos suficientes y objetivos de irregularidades. Este no parece ser el caso. Ni hay evidencias de fraude electoral, ni López Obrador busca la justicia electoral. El objetivo es cuestionar, desestabilizar, reducir la democracia a su victoria, ego puro. No hay analogía ni con otros líderes pacifistas, ni con otros movimientos de justicia. No se puede revestir de sentidos lo que carece de razones.