28.11.07

Annapolis: ¿A qué estamos jugando? (Excelsior, 281107)


“Ningún sistema tiene posibilidades de funcionar mientras los hombres sean tan desdichados que el exterminio mutuo les parezca menos terrible que afrontar continuamente la luz del día”

Bertrand Russell, La Conquista de la Felicidad

La cita de Russell contiene un dilema, mientras cooperar implicaría beneficios superiores para todos, la percepción de los actores respecto a la interacción con otros actores los lleva a establecer comportamientos no cooperativos en donde todos están peor, pero nadie tiene un incentivo para cooperar, sabiendo que nadie más lo hará. Este dilema es conocido en teoría de juegos (la teoría que modela matemáticamente la interacción estratégica entre dos o más actores) como el dilema del prisionero. La solución doméstica al dilema la conocemos todos, se llama ‘Estado’ y su fin es garantizar relaciones sociales esencialmente cooperativas.

El sistema internacional carece de una autoridad central legítima que cumpla las funciones del Estado; por ello, el establecimiento de relaciones cooperativas es más complejo y exige algo esencial: la revelación de información. Los actores involucrados deben tener información plena sobre sus opciones, las opciones del oponente, los beneficios de cada uno en todos los escenarios, y sobre todo, la posibilidad de que ambos actores sigan interactuando en el tiempo.

Suena simple ¿no?, nunca lo es. En gran medida, Israel y Palestina no han logrado un acuerdo de paz porque no han tenido información plena respecto a su interacción y las preferencias del otro. No han entendido a qué están jugando y le han apostado a la inexistencia del otro en el tiempo. El papel central de Estados Unidos en las negociaciones de Annapolis, Maryland iniciadas ayer es justamente ser un factor que les obligue a revelar sus preferencias, les haga evidente la estructura del juego que están jugando, y les obligue a un proceso de negociación auto-reforzable.

Regresar a lo básico: ojo por ojo, diente por diente. Un esquema de premios y castigos recíprocos en el que ambos actores inicien forzosamente cooperando. Palestina ya reconoce desde los Acuerdos de Oslo la existencia del Estado israelí, es momento de que Israel defina explícitamente la existencia del Estado palestino. Si Israel mediante la Ley de Retorno permite a todos los judíos del mundo adquirir la ciudadanía israelí, es momento de que permita el retorno de los exiliados palestinos y establezca cuotas explícitas de retorno. Si se dota al gobierno palestino de capacidades para pacificar a los grupos extremistas en su territorio, será momento de desmantelar gradualmente los más de 500 puntos de revisión israelíes en territorio palestino. Si Israel garantiza el acceso palestino a la electricidad, la ayuda internacional y el comercio; Palestina debe garantizar a su vez el acceso israelí al agua. Si Israel permite y garantiza la existencia del Estado Palestino, los países árabes en la región deberán reconocer al Estado israelí.

Cierto, quedan los símbolos y sus significados. Queda Jerusalén como capital de ambos Estados. El reestablecimiento de los límites previos a la guerra de 1967, el regreso de Jerusalén del este a Palestina y un potestad compartida sobre la Ciudad Vieja que tiene un valor religioso central para ambos países. Es justamente en este punto que parece el más divisivo que las afinidades entre judíos y musulmanes se vuelven más evidentes. Mientras los judíos sollozan la caída del Segundo Templo salomónico en el Muro de los Lamentos, los musulmanes ven en Salomón a un profeta de Dios. Mientras los judíos ven en el Muro de los Lamentos un símbolo del amor de Dios hacia su pueblo, los musulmanes ven un fragmento de la Mezquita de Al-Aqsa, el tercer lugar más sagrado después de la Meca y Medina. Mientras los judíos ven en la piedra debajo del Domo de la Roca de Al-Aqsa el origen de la creación del universo y la piedra en la que Abraham –símbolo de la fe- se dispuso a sacrificar a Isaac; los musulmanes ven la piedra en la que Mahoma rezó después de un viaje milagroso y sobre la que mandó construir la segunda mezquita más antigua del mundo. Eso, una piedra vincula, un muro une, la fe y sus símbolos hermanan: permiten afrontar continuamente la luz del día.

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