¿Hay espacio para el afecto en las relaciones entre Estados? ¿Y los odios, y los miedos, y los resentimientos? ¿Y las cercanías, y las debilidades, y las necesidades? La de hoy es una columna que roza el exceso: intensa, cursi y banal. ¿Pero es posible hacer un paralelo con el amor sin ser excesivos? La diplomacia es a un tiempo la antítesis del amor y su presentación galante, sustituye o presenta los apegos en las formas, en la reducción compartida a códigos de conducta.
No es casual que el amor como lo entendemos aparezca justamente en la ilustración, con la edad de la razón. Un amor atento, místico, redondo, con aspiraciones de propiedad y eternidad. Surge casi al mismo tiempo que las nociones del Estado-Nación y la diplomacia moderna. Todas concepciones occidentales.
México ha tenido sus amores y desamores diplomáticos, sus objetos de deseo, afecto, co-dependencia, resentimiento e indiferencia. Recuerdo tres. De esos amores diplomáticos, ninguno como el idilio cubano. Será la cercanía, la continuidad cultural, el imaginario emotivo. Cuba ha sido objeto permanente de nuestros cortejos y desvaríos, una niña mimada y encantadora. Nos apasiona, nos divide, nos molesta, nos obsesiona. Cuba presente, como la última colonia española en América (junto con Puerto Rico), como causa de la guerra entre España y Estados Unidos, como quasi-protectorado estadounidense, como mito revolucionario, como realidad autócrata.
Cuba ha sido vértice de al menos dos triángulos amorosos. Primero con España, luego con Estados Unidos. Triángulos que parecen estar condenados al regreso y la recreación de sus deseos. México es el puente natural con la isla, por ello el texto recién publicado por el ex Presidente Carlos Salinas de Gortari, por ello el interés de Estados Unidos en plantear el asunto cubano (después de Castro) desde México.
En otros vértices, hay amores que saben a inevitabilidad. Amores necesarios y resentidos a causa de esa necesidad. Es quizás nuestro caso con Estados Unidos. La cercanía que acoge y la cercanía que maltrata. Amor problemático, tirante, y a veces absurdo. Nos hemos necesitado sin querernos, nos hemos querido sin entendernos, y nos hemos entendido sin poder perdonarnos. México le ha profesado una devoción culpable a los Estados Unidos, aspiramos a sus querencias y pataleamos incómodos bajo la mesa. México y Estados Unidos son como esas parejas que viven noviazgos largos y discontinuos, temerosos del compromiso pero inentendibles el uno sin el otro.
Entre los más complicados, el amor materno. A ratos gratitud, a ratos reclamo. La imposibilidad de separarnos de nuestra historia y sus autores. España, ya la madre patria, ya malditos gachupines, ya la solidaridad con los republicanos, ya el anti-franquismo, ya la transición envidiada, ya el reencuentro de dos países que descubren sonrientes lo mucho que aún se parecen. España se nos ha vuelto un amor sabio, madurado después de muchos traspiés propios y compartidos. Una complicidad que aspira quizás a darle un rostro liberal (política y económicamente) a América Latina.
La pregunta era retórica, una trampa, por supuesto que hay espacio para el amor y sus formas en las relaciones entre Estados y pueblos. Ejemplos históricos abundan, como los hay de resentimientos insuperables, odios repentinos y encantamientos temporales. Valga el día como excusa para comentar y banalizar el tema. Valgan el comentario y la banalidad para evidenciar el absurdo de definir la política exterior como el aprecio o desprecio entre individuos, y no como una cuestión de intereses estratégicos y convenciones diplomáticas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario