El primer juicio contra Saddam Hussein iniciado en octubre de 2005 llegó a un veredicto y un castigo. El pasado domingo el Tribunal Criminal Supremo de Irak declaró a Hussein culpable, entre otros, de los delitos de asesinato premeditado, falso encarcelamiento, y expulsión forzada de residentes en contra de la población de al-Dujail. El castigo impuesto por el Tribunal, la pena de muerte por ahorcamiento, abre un debate legal sobre la aplicación de la pena de muerte en casos de crímenes contra la humanidad, así como sobre la legitimidad misma del Tribunal y la estructura legal en Irak.
El Tribunal encargado del juicio contra Hussein surgió como una corte especial establecida por fuera del sistema judicial irakí por las fuerzas militares ocupantes llamado Tribunal Especial Irakí, en octubre de 2005 el gobierno interino de Irak modificó su estatus legal y dio lugar al actual Tribunal. No obstante, los cuestionamientos sobre su legitimidad legal continúan. Su veredicto será ahora revisado por un panel de nueve jueces en una corte de apelaciones, si esta corte confirma la sentencia, ésta deberá posteriormente ser ratificada por el Presidente Jalal Talabani y los dos vicepresidentes. De ser ratificada, la muerte de Saddam podría ocurrir a inicios del 2007.
Curiosamente, para George Bush el veredicto del Tribunal es un logro del pueblo irakí para “reemplazar el gobierno de un tirano por el Estado de Derecho”. En contraste, la Unión Europea se ha unido para declararse en contra de la pena de muerte, “contra Saddam Hussein o cualquier otra persona” como lo declaró Tony Blair.
Sabemos que los gobiernos en transición requieren hacer una revisión de su pasado autoritario y establecer mecanismos de justicia para castigar los abusos ocurridos. Lo que no queda claro es si el sistema judicial Irakí actual, que no es el de una democracia, puede proveer los beneficios de la justicia transicional. Lo que sí sabemos es que la muerte de Hussein difícilmente será un factor que ayude al fortalecimiento del Estado de Derecho y la democracia en Irak.
Se dirá que la guerra es la guerra y se dirá mal. En efecto, el destino de los gobernantes cuando pierden una guerra difiere entre democracias y autocracias. Por ejemplo, el internacionalista H.E. Goemans encontró que entre 1816 y 1975 de los 152 autócratas que perdieron una guerra, 39 fueron derrocados y castigados.
Ahora bien, si analizamos la base de datos Archigos generada por el propio Goemans junto con Kristian Gleditsch y Giacomo Chiozza que contiene el destino de los líderes políticos del mundo entre 1875 y 2004, vemos que de los 549 líderes que llegaron al poder por medios irregulares, 20 fueron derrocados por otro Estado y 252 perdieron el poder por medios irregulares, 47 de éstos por ejecución.
Ahora, la pregunta obvia es ¿Cuántos de los líderes que han sido depuestos por otro Estado después de perder una guerra han sido ejecutados posteriormente? La respuesta es simple: ninguno, aunque 38 han sido exiliados y 14 encarcelados. La muerte de Hussein sentaría un precedente histórico, no precisamente positivo.
En primer lugar, es inaceptable que una democracia que derroca a un dictador identifique en su ejecución un paso hacia la democracia en el país invadido, implicaría no poder distinguir entre la justicia y la purgación. En segundo lugar, la ejecución de Hussein en poco ayudará a la estabilidad en Irak, y por el contrario, puede comprometer la participación Sunita en el gobierno de coalición. Finalmente, se abriría una nueva y costosa grieta diplomática entre Estados Unidos y el resto de las democracias del mundo. Las democracias no se construyen con horcas y cadáveres. Que se castigue a Hussein sin que se castigue de paso a una democracia que ni ha nacido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario