Se acabaron las masas dirigidas, coordinadas y uniformadas. Esos veintes de noviembre sincronizados hasta en los significados. El Estado autoritario que veía en la burocracia vestida de pants un síntoma innegable de progreso y bienestar. Las cartulinas que formaban precisas ya el rostro de Madero, ya la silueta de Villa. La dualidad revolucionaria que permanece. La revolución mexicana que se movía en pausas, in-ti-tu-cio-nal-men-te.
Llegó la lucha por sus significados, por la colocación emocional de nombres entre justos y pecadores. Los demócratas contra los caudillos. Los contenidos sociales de la Revolución contra sus sentidos institucionales. Tenía razón Carlos Fuentes cuando apuntaba que uno de los sentidos de la Revolución mexicana fue desenterrar aquel espejo con que nos encantaron nuestros padres españoles para vernos por vez primera como mexicanos: resentidos, olvidados, asombrados, y como siempre, alborotados. Ese espejo no lo hemos vuelto a enterrar.
¿Somos aquel México lúcido y preciso que lee a Madero y busca su redención? ¿Somos aquel México bronco y polvoso que lee signos en los montes y transforma la búsqueda en orfandad? ¿Somos la cercanía que abraza o la cercanía que golpea?
El 20 de noviembre se nos presentó como un acto de elección. Las puertas cerradas de Los Pinos o la plataforma dispuesta del Zócalo. En Juárez y su continuación, Madero (chiste histórico-peatonal) la venta de banderines, muñecos de López Obrador, la película de Mandoki, gorras, tazas, de a 5, de a 10 y hasta de a 20 pesos. La pobreza encuentra formas de reírse en el espejo. “De norte a sur, de este a oeste, ganaremos esta lucha, cueste lo que cueste” grita la gente que se encamina como yo a un Zócalo repleto y pletórico como trabalenguas.
Los gritos siguen su orden, “sufragio efectivo, no Calderón”. Por fin, la figura de López Obrador en las pantallas (¿dónde más?), “¡señor del sombrero de campesino, quíteselo para poder ver!” exige una citadina disfrazada de huipil (aunque seamos del mismo barro…). La presentación del gabinete legítimo y de nombres inmejorables, Secretaría del Patrimonio Nacional, Secretaría de Asentamientos Humanos y Vivienda (como dos cosas distintas), Secretaria de Honestidad y Austeridad Republicana.
Andrés Manuel sube al estrado y una voz femenina nos pide que lo sigamos “recibiendo como se merece”, “¡Presidente! ¡Presidente! ¡Presidente!” responde la multitud afirmativa. Es la hora del himno nacional acompañado de manos que forman una V de victoria (y de voto devoto). De inmediato, la entrega de una especie de diploma de manos de Elena Poniatowska, justificación para la foto frente al águila juarista, como oposición al “águila mocha” (la batalla de los símbolos pasa por el tamaño de las alas). ¡Ay los nervios! sale Doña Rosario Ibarra con un retazo en la mano, “¡ya se la está poniendo!” grita nuevamente la del huipil. La imagen no miente, Andrés Manuel tiene ahora cruzada una banda presidencial, “¡Se ve, se siente, tenemos Presidente!”
Imposible no dejarse llevar por el momento, imposible no concluir su absurdo. Envidia de quien tiene fe y lo celebra, envidia curiosa envidiar a un ciego porque desarrolla el sentido del tacto. Imposible no ver en el Zócalo el paso final de la Revolución Mexicana a la historia. De un lado, el edificio del Ayuntamiento y los balcones de los hoteles, llenos, amarillos, ondeantes. El ruido. Del otro lado, el Palacio Nacional vacío, con las ventanas superiores sin vidrios, y la Catedral de campanas quietas. El silencio.
Este no es un festejo, es una separación. Lo entiendo. Nos sucede a muchos, no podemos separarnos sino es mediante una rabieta. No sabemos renunciar al placer, sino es por el dolor.
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