El amor no se compone sólo de cosquilleos y sudoraciones, sonrisas y palpitaciones. No, el amor es también sus sombras, sus espacios para la exigencia, el desencanto e incluso, el rencor puro. Amores que se definen a partir de sus necesidades y sus desencuentros, amores construidos de montos similares de afinidades y absurdos.
Nos hemos pasado casi dos siglos tratando de entender la relación entre México y Estados Unidos. Un largo historial de abrazos y espaldas, rencores y cercanías inevitables. Un amor problemático. Atiborrado de anécdotas y analogías: “vecinos distantes”, “el oso y el puercoespín”, “primos lejanos”, y un largo etcétera.
Las explicaciones de nuestra interacción han pasado por todos los niveles de análisis y todas las variables posibles. Las asimetrías de poder y las simetrías de interés, la complementariedad económica y las divergencias políticas, incluso las diferencias culturales. Escribía Octavio Paz en 1978 en Tiempo Nublado, “Lo que nos separa es aquello mismo que nos une: somos dos versiones distintas de la civilización de Occidente”. Los residuos de
Acusaba también Paz que los estadounidenses no han buscado a México en México, sino en sus propias obsesiones, miedos e intereses. Algo similar ha ocurrido con nuestra búsqueda de Estados Unidos, sujeta a la dualidad entre resentimientos y expectativas. Combinación extenuante de temas que tiran en sentidos opuestos.
En los pasados 20 años, frente al reconocimiento de la complementariedad económica y los beneficios de una relación comercial libre; se encontraban también asuntos que generaban fricciones permanentes en la relación. En particular, el tráfico de drogas, que por un lado forzaba a ambos países a establecer mecanismos de cooperación formales y por el otro lado, les permitía encontrar en el país vecino las causas del problema.
Estados Unidos renunció al proceso de certificación anual y con justa razón. En primer lugar, dicho proceso estaba basado en la aplicación de sanciones económicas, una amenaza claramente no creíble en el caso de México. En segundo lugar, lejos de incentivar la cooperación formal binacional en el combate al narcotráfico, el proceso de certificación reforzaba la necesidad mexicana de evidenciar su soberanía frente al vecino del norte.
La transición democrática en México pareció relegar al narcotráfico en la relación con Estados Unidos. Por un lado, el gobierno mexicano priorizó el tema migratorio y pareció tener éxito en el desmantelamiento de algunos cárteles. Por el otro lado, los ataques terroristas del 11-9 modificaron por entero la política exterior estadounidense. Sin embargo, los últimos 3 años han atestiguado el resurgimiento del narcotráfico como un tema central y conflictivo en la agenda bilateral.
Sabemos que la política punitiva en el combate al narcotráfico ha tenido consecuencias contraproducentes. Pero lo cierto es que los Estados no cuentan con muchas alternativas. En México el tráfico de drogas es un factor de inestabilidad, violencia y amenaza doméstica al Estado que debe ser necesariamente combatido. Las cartas del Embajador Garza son más bien irrelevantes, en cambio 5 cabezas rodando en el piso son razón de sobra para una profunda preocupación.
En Estados Unidos la política de combate en la fuente de origen debe acompañarse de políticas de prevención al consumo y de ayuda a los países productores. Un poco como en la película Traffic, el combate al narcotráfico debe pasar por la iluminación de un estadio de béisbol para los niños de Tijuana.
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