Esta es la historia de dos bandidos. El primero entendió que le resultaba más redituable asentarse en una sola localidad en lugar de ir errando de pueblo en pueblo, saqueando gente. No, no dejó de ser un bandido, simplemente se volvió sedentario, y ofreció a los habitantes del lugar algo sencillo: protección a cambio de dinero. No sólo obtendría una cuota fija por no asaltar a los ciudadanos, sino que los protegería de los ataques de otros malhechores.
El segundo, ése no entendió que en condiciones de paz valen más los beneficios de largo plazo que las rebatingas del corto. Siguió como un asaltante nómada, arrebatando aquí y allá para sobrevivir.
Al primero le llamamos Estado, el segundo tiene muchos nombres: mafia, crimen organizado, y por supuesto, narcotráfico.
En su formación, el Estado encontró una razón de ser justamente en la provisión de seguridad a cambio de impuestos. Ser un bandido sedentario. Esa es la tarea primera y última del Estado: proveer seguridad a sus ciudadanos. Lo repito porque el monstruo burocrático en el que se convirtieron los Estados del siglo XX nos lo hicieron olvidar.
Es justamente su condición de bandido fijo lo que define al Estado como el único actor con el poder de usar legítimamente la fuerza en su territorio, como lo escribió en su momento Max Weber.
Un Estado que no provee seguridad es un Estado que merece desaparecer, un Leviatán pasguato, inútil y aniquilable.
El Estado mexicano está obligado a garantizar la integridad de sus ciudadanos y combatir a quienes actúan fuera del estado de derecho, ese otro bandido errante. Ahí no hay vuelta de hoja.
Por eso merecen ser aplaudidas varias de las medidas implementadas por el presidente Calderón en el combate al narcotráfico, y por eso merece ser repetido su llamado a la sociedad afirmando que sería cobarde dejar esa lucha. El ruido de balas es siempre angustiante, peor es un silencio que encubre complicidades.
El problema radica más bien en los límites de la legalidad, en la creación artificial de bandidos errantes.
La batalla contra el narco en México está perdida: somos vecinos de un mercado que consume drogas vorazmente, tenemos condiciones climáticas propicias para la producción de marihuana y opio, y una economía incapaz de generar ingresos para su población dentro del marco legal.
Sí, mientras un acto sea ilegal debe ser perseguido con toda la fuerza del Estado. Pero podemos ser francos, hay un sólo camino para el fin de la violencia asociada al narcotráfico, y ese es el de la legalización.
Si los narcotraficantes representan una amenaza grave para el Estado es precisamente porque tienen el control oligopólico de uno de los negocios más rentables del mundo, gracias a su condición ilegal. Mientras ese bandido permanezca errante, el Estado mexicano, nuestro bandido sedentario, permanecerá cuestionado bajo balas y ejecuciones.
El segundo, ése no entendió que en condiciones de paz valen más los beneficios de largo plazo que las rebatingas del corto. Siguió como un asaltante nómada, arrebatando aquí y allá para sobrevivir.
Al primero le llamamos Estado, el segundo tiene muchos nombres: mafia, crimen organizado, y por supuesto, narcotráfico.
En su formación, el Estado encontró una razón de ser justamente en la provisión de seguridad a cambio de impuestos. Ser un bandido sedentario. Esa es la tarea primera y última del Estado: proveer seguridad a sus ciudadanos. Lo repito porque el monstruo burocrático en el que se convirtieron los Estados del siglo XX nos lo hicieron olvidar.
Es justamente su condición de bandido fijo lo que define al Estado como el único actor con el poder de usar legítimamente la fuerza en su territorio, como lo escribió en su momento Max Weber.
Un Estado que no provee seguridad es un Estado que merece desaparecer, un Leviatán pasguato, inútil y aniquilable.
El Estado mexicano está obligado a garantizar la integridad de sus ciudadanos y combatir a quienes actúan fuera del estado de derecho, ese otro bandido errante. Ahí no hay vuelta de hoja.
Por eso merecen ser aplaudidas varias de las medidas implementadas por el presidente Calderón en el combate al narcotráfico, y por eso merece ser repetido su llamado a la sociedad afirmando que sería cobarde dejar esa lucha. El ruido de balas es siempre angustiante, peor es un silencio que encubre complicidades.
El problema radica más bien en los límites de la legalidad, en la creación artificial de bandidos errantes.
La batalla contra el narco en México está perdida: somos vecinos de un mercado que consume drogas vorazmente, tenemos condiciones climáticas propicias para la producción de marihuana y opio, y una economía incapaz de generar ingresos para su población dentro del marco legal.
Sí, mientras un acto sea ilegal debe ser perseguido con toda la fuerza del Estado. Pero podemos ser francos, hay un sólo camino para el fin de la violencia asociada al narcotráfico, y ese es el de la legalización.
Si los narcotraficantes representan una amenaza grave para el Estado es precisamente porque tienen el control oligopólico de uno de los negocios más rentables del mundo, gracias a su condición ilegal. Mientras ese bandido permanezca errante, el Estado mexicano, nuestro bandido sedentario, permanecerá cuestionado bajo balas y ejecuciones.
1 comentario:
Fijate que llegue a tu blog buscando algo sobre bandidos y me he llevado una sorpresa al leer tu entrada.
La verdad considero que es muy interesante la analogia que haces entre el gobierno y los bandidos.
Felicitaciones
Publicar un comentario