Nada más complicado que una relación de dependencia mutua. Uno busca simultáneamente la autonomía en sus acciones, pero la cooperación fiel del otro ahí donde nos haga falta.
Si además resulta que una de las partes es mucho más poderosa, la cosa se complica aún más. El fortachón se vuelve indiferente hacia el pequeño, y el débil percibe en todas las acciones del gigante pistas de abusos y conquistas.
La relación termina por volverse una batalla entre un Goliat miope y un David que confunde la miopía de Goliat con las más negras intenciones, que lanza incansable piedras (claro, al aire).
No hay tema que quede ileso en este estira y afloja, absolutamente todos los temas referidos a la relación se vinculan entre sí y los espacios para la cooperación se vuelven pasillos inaguantables: estrechos y sinuosos.
Esa es la historia de la relación entre Estados Unidos y México. Nos hacemos tanta falta, y nos molesta tanto.
El tema del narcotráfico es sintomático. Ambos países pueden identificar el origen de sus problemas en el vecino, apuntar dedos y acusar. Pero también saben que no hay solución posible que no pase por el otro.
El Plan Mérida es significativo justamente porque implica un rompimiento con esta historia: Estados Unidos armó un plan integral de cooperación bilateral y México aceptó por primera vez recursos y asesoría estadounidenses.
La revisión del Plan Mérida apenas aprobada en la Cámara de Representantes ayer es insólita porque lleva el rompimiento aún más lejos: Estados Unidos se ató las manos para no condicionar los recursos entregados a México, y por primera vez los actores centrales en la versión final de la iniciativa no fueron los presidentes, sino los congresos de ambos países.
La confrontación entre el presidente y el congreso en el vecino del norte es obvia. Por ejemplo, en una sesión de noviembre del año pasado, mientras Thomas Shannon, quien dirige el buró de Asuntos del Hemisferio Occidental en el Departamento de Estado, declaraba que “la batalla contra la corrupción ha estado en el centro de la política contra el crimen organizado del Presidente Calderón”; el republicano Tom Lantos, presidente del Comité de Asuntos Exteriores, quien falleció el pasado febrero, le cuestionaba al funcionario, “¿Cómo piensan lidiar con la corrupción endémica en las instituciones judiciales mexicanas? ¿Evaluarán a los oficiales mexicanos para que puedan trabajar con oficiales estadounidenses”.
El texto de la iniciativa H.R. 6028 aprobada en la cámara baja tiene ahora un lenguaje dócil y casi afectivo: empieza por decir que “México ha sido un aliado crítico y un compañero en la lucha contra el narcotráfico”; afirma difuso que los recursos se destinarán a “fortalecer la capacidades operativas mexicanas”; hace un mea culpa sobre el consumo de drogas, la venta de armas y la transferencia de dinero hacia México desde su territorio; y se limita a pedir “capacitación en derechos humanos para los oficiales mexicanos”.
En su párrafo más controversial la iniciativa amenaza con “no proveer asistencia a las fuerzas armadas mexicanas […] si hay evidencia creíble de violaciones graves a derechos humanos”, a menos que “el gobierno mexicano presente ante las agencias judiciales a los responsables”. Tan tan.
No sorprende entonces que la iniciativa haya sido votada a favor por 87% de los representantes demócratas, pero sólo 54% de los republicanos.
De aprobarse en el senado, como es previsible, la iniciativa será un éxito bilateral, y créame, entre la soberbia estadounidense y la paranoia mexicana, esos éxitos son garbanzos de a libra.
Si además resulta que una de las partes es mucho más poderosa, la cosa se complica aún más. El fortachón se vuelve indiferente hacia el pequeño, y el débil percibe en todas las acciones del gigante pistas de abusos y conquistas.
La relación termina por volverse una batalla entre un Goliat miope y un David que confunde la miopía de Goliat con las más negras intenciones, que lanza incansable piedras (claro, al aire).
No hay tema que quede ileso en este estira y afloja, absolutamente todos los temas referidos a la relación se vinculan entre sí y los espacios para la cooperación se vuelven pasillos inaguantables: estrechos y sinuosos.
Esa es la historia de la relación entre Estados Unidos y México. Nos hacemos tanta falta, y nos molesta tanto.
El tema del narcotráfico es sintomático. Ambos países pueden identificar el origen de sus problemas en el vecino, apuntar dedos y acusar. Pero también saben que no hay solución posible que no pase por el otro.
El Plan Mérida es significativo justamente porque implica un rompimiento con esta historia: Estados Unidos armó un plan integral de cooperación bilateral y México aceptó por primera vez recursos y asesoría estadounidenses.
La revisión del Plan Mérida apenas aprobada en la Cámara de Representantes ayer es insólita porque lleva el rompimiento aún más lejos: Estados Unidos se ató las manos para no condicionar los recursos entregados a México, y por primera vez los actores centrales en la versión final de la iniciativa no fueron los presidentes, sino los congresos de ambos países.
La confrontación entre el presidente y el congreso en el vecino del norte es obvia. Por ejemplo, en una sesión de noviembre del año pasado, mientras Thomas Shannon, quien dirige el buró de Asuntos del Hemisferio Occidental en el Departamento de Estado, declaraba que “la batalla contra la corrupción ha estado en el centro de la política contra el crimen organizado del Presidente Calderón”; el republicano Tom Lantos, presidente del Comité de Asuntos Exteriores, quien falleció el pasado febrero, le cuestionaba al funcionario, “¿Cómo piensan lidiar con la corrupción endémica en las instituciones judiciales mexicanas? ¿Evaluarán a los oficiales mexicanos para que puedan trabajar con oficiales estadounidenses”.
El texto de la iniciativa H.R. 6028 aprobada en la cámara baja tiene ahora un lenguaje dócil y casi afectivo: empieza por decir que “México ha sido un aliado crítico y un compañero en la lucha contra el narcotráfico”; afirma difuso que los recursos se destinarán a “fortalecer la capacidades operativas mexicanas”; hace un mea culpa sobre el consumo de drogas, la venta de armas y la transferencia de dinero hacia México desde su territorio; y se limita a pedir “capacitación en derechos humanos para los oficiales mexicanos”.
En su párrafo más controversial la iniciativa amenaza con “no proveer asistencia a las fuerzas armadas mexicanas […] si hay evidencia creíble de violaciones graves a derechos humanos”, a menos que “el gobierno mexicano presente ante las agencias judiciales a los responsables”. Tan tan.
No sorprende entonces que la iniciativa haya sido votada a favor por 87% de los representantes demócratas, pero sólo 54% de los republicanos.
De aprobarse en el senado, como es previsible, la iniciativa será un éxito bilateral, y créame, entre la soberbia estadounidense y la paranoia mexicana, esos éxitos son garbanzos de a libra.
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