Sudán es una ficción, el país más grande territorialmente de África y el décimo a nivel mundial (25% más extenso que México) es una superposición de regiones que no guardan entre sí ningún sentido compartido de identidad. Ni Estado, ni nación, Sudán es una idea impuesta desde el norte musulmán, árabe y dictatorial hacia el sur cristiano y africano, y el oeste musulmán y africano. Desde su independencia de Inglaterra y Egipto en 1956 Sudán ha conocido sólo 11 años de relativa paz entre 1972 y 1983.
Descontando este paréntesis, Sudán vivió una guerra civil desde 1955 entre el norte musulmán y el sur cristiano que costó la vida a más de 2.5 millones y desplazó a alrededor de 4 millones, uno de los mayores desastres humanitarios del siglo XX, hasta que en 2005 ambas partes firmaron un acuerdo de paz, la inclusión del Movimiento para la Liberación del Pueblo de Sudán en el gobierno, así como la distribución igualitaria de las ganancias petroleras.
Es precisamente en el inicio de las pláticas de paz entre el norte y el sur sudaneses que se inicia en 2003 el conflicto en Darfur, cuando el Frente para la Liberación de Darfur atacó objetivos militares en la región en protesta por la exclusión y opresión de la población no árabe. De nueva cuenta, un problema distributivo. Sudán es un país extremadamente desigual e inequitativo, mientras el centro se ha beneficiado notoriamente de los ingresos petroleros, el resto del país sobrevive con un ingreso per cápita que rebasa apenas los 600 dólares anuales.
Pero aquí no fue sólo una cuestión petrolera, el conflicto en Darfur surge en gran medida por la distribución de otro bien que se tornó especialmente escaso en las últimas dos décadas: el agua. La ONU ha documentado ampliamente el efecto del cambio climático en la desertificación de las zonas semidesérticas de Darfur, que redujo sustancialmente los terrenos arables y los pastizales para ganado, y que derivó en fricciones entre la población árabe nómada y la población africana sedentaria, con el abierto apoyo del gobierno del presidente Omar Hassan al-Bashir hacia los primeros.
Ban Ki Moon, el Secretario General de las Naciones Unidas así lo reconoció en un editorial publicado en el Washington Post en junio pasado, en el que mencionó que la precitación se ha reducido en un 40% en Darfur desde los ochenta debido al calentamiento de las aguas en el Océano Índico, y concluyó que “no es un accidente que la violencia en Darfur surgiera durante la sequía. Hasta entonces los nómadas árabes habían vivido amigablemente con los campesinos asentados […] Por primera vez en su memoria, no había suficiente agua para todos”. Sí, el agua, porque quien dice agua en la sequía lo dice todo: alimento e hijos. Dice vida. Desigualdad, pobreza, deterioro ambiental, presiones distributivas y divisiones étnicas; he ahí las causas del conflicto en Darfur que ha dejado ya más de 300 mil muertos y 2 millones de desplazados bajo la mirada pasmada e inútil del mundo.
Cierto, llamar ‘conflicto’ a lo que pasa en Darfur es inexacto, implica el encuentro entre dos oponentes beligerantes y quizás de similares capacidades. No, lo ocurre en Darfur es más cercano al genocidio, la población civil africana ha sido el principal objetivo tanto de las milicias árabes (Janjaweed) como del propio gobierno sudanés; por ello el de Darfur es el primer conflicto en proceso catalogado por el gobierno estadounidense como genocidio.
A cuatro años de su inicio, a la guerra en Darfur le han crecido múltiples brazos. Existen hoy 14 grupos armados de darfurianos; dentro de los Janjaweed hay ya dos grupos confrontados; y los miembros del gobierno sudanés provenientes del sur se retiraron del gobierno a finales de octubre en parte por los sucesos en Darfur. Por ello, las pláticas de paz en Libia, iniciadas hace poco menos de un mes se encuentran paralizadas. No existe el requisito inicial de cualquier proceso de negociación: la identificación de actores relevantes.
Además, Darfur es una región cultural que incluye el este de Chad, en donde el conflicto en Sudán se ha extendido y sumado a los conflictos entre el gobierno de Chad y los grupos armados en su frontera con Sudán, así como al noreste de la República Centroafricana. Desde diciembre de 2005 el gobierno del Presidente Idriss Deby en Chad declaró vivir un “estado inminente de guerra con Sudán” dado el apoyo de este país a los grupos de Janjaweeds, así como a grupos armados en la zona enfrentados al gobierno de Chad. Es el reciente episodio de un enfrentamiento repetido en Chad entre árabes y africanos, musulmanes y cristianos (y animistas), y el cruce de ambas categorías; en el que Libia en la década de los ochenta y Sudán desde los noventa han jugado un papel central. No olvidemos que los Janjaweeds emergieron de los grupos árabes apoyados por Libia en el norte de Chad y que vencidos en 1988 emigraron al Darfur apoyados por el gobierno sudanés. No olvidemos tampoco que el propio presidente de Chad, Idriss Deby pertenece a la minoría Zagawa, uno de los grupos de africanos perseguidos en Darfur.
Así, es posible que Darfur pase a la historia como la primera guerra climática del mundo. La primera, porque parece haber otras en espera. De acuerdo con un reporte de la organización Alerta Internacional titulado “A Climate of Conflict” publicado hace apenas dos semanas, un total de 46 países y 2.7 mil millones de personas están en riesgo de ser víctimas de conflictos derivados del cambio climático, desde la frontera entre Chile y Perú, pasando por México, y hasta las posibles disputas sobre el río Níger entre Mali, Níger y Nigeria.
Darfur pasará también a la historia como un episodio que evidenció como pocos la inutilidad de las sanciones económicas que no son siquiera consensadas dentro del Consejo de Seguridad de la ONU. Mientras Estados Unidos ha impuesto sanciones económicas a Sudán desde 1997, la economía sudanesa ha crecido a tasas cercanas al 10% en 10 años, gracias a la exportación de petróleo y la inversión en ese sector; es decir, gracias a China que compra 70% del petróleo sudanés y es dueña del 40% de la compañía petrolera sudanesa; mientras Sudán dedica 70% de las ganancias petroleras a gasto militar. Entre la escasez de agua y la abundancia de petróleo, la población africana en Darfur seguirá condenada a vivir en campos de refugiados o morir, o ambos. Esa es la lección de Darfur.