Cuando uno ha encontrado en el miedo una forma dominante de interacción con los otros, cuando uno ve en los otros sólo fuentes de amenaza, cuando uno está siempre dispuesto a prestar oídos a Pedro y su anuncio infatigable de lobos; entonces, cualquier cosa - literalmente cualquier cosa - es motivo de recelo, angustia, y desasosiego. Por ejemplo, una carretera.
Sí, leyó usted bien: una carretera. Particularmente si usted es un estadounidense conservador y la carretera viene de México. El New York Times publicó en su página de Internet el pasado lunes por la noche un pequeño artículo sobre el rumor de una Superautopista que conectaría a los tres países miembros del TLCAN desde Lázaro Cárdenas en México hasta Winnipeg en Canadá (NAFTA Superhighway), y respecto al cual han sido cuestionados repetidamente los precandidatos republicanos a la presidencia de Estados Unidos. Preguntas temblorosas de estadounidenses que ven en la superautopista el inicio de un proceso de unificación entre Estados Unidos, México y Canadá.
Por lo pronto Rudolph Giuliani, Mitt Romney y John McCain han dicho desconocer cualquier proyecto de este tipo, pero han dejado en claro su oposición. Mitt Romney declaró que se opondría a “cualquier medida que redujera la soberanía” de Estados Unidos. Por su parte, John McCain respondió a una acongojada votante de Iowa, “no nos uniremos con alguno de esos dos países [Canadá y México] no se preocupe señora”. De ese tamaño la paranoia, una autopista reduce la soberanía y une irremediablemente en una sola entidad a tres países.
Pero esta no es una historia nueva, el mito de la superautopista ronda desde hace varios años. Tres parecen ser sus motivadores. Primero, la organización NASCO (North America’s SuperCorridor Coalition), que agrupa a empresas y gobiernos locales de los tres países para la mejora de la infraestructura de transporte, ha promovido desde su creación un sistema multimodal que amplíe la capacidad de carga y conecte efectivamente los puertos mexicanos con la frontera norte y los principales centros industriales de nuestros dos socios comerciales. Segundo, la aprobación en 2004 del Corredor Trans-Texano como una red de transporte de carga paralela a la autopista que une Laredo con Dallas, prolongándola hasta los límites con Oklahoma, proyecto a cargo de la empresa española CINTRA. Finalmente, la creación en 2005 de
Lo cierto es que mientras la autopista no existe ni siquiera como un plan formal, las reacciones conservadoras abundan. Una simple búsqueda en google arroja 39,800 referencias a la superautopista, la mayoría de ellas sitios de Internet opuestos al proyecto y a una mayor integración de Estados Unidos con México. El gobierno estadounidense se vio obligado incluso a generar una página de ‘mitos y realidades’ sobre el SPP para asegurar que: no es un acuerdo formal, no busca unir a los 3 países, no viola la soberanía nacional y que no, no se planea ninguna autopista regional.
Norteamérica es la 2ª región más integrada comercialmente del mundo después de Europa: 56% de su comercio total es intra-regional (el porcentaje es 73% en Europa). El comercio dentro del TLCAN representa alrededor del 80% del comercio total de Canadá y México, y 30% del comercio de Estados Unidos. El tráfico de carga entre los 3 países ha crecido casi 40% en la última década sin que se haya ampliado la capacidad en infraestructura.
Nos despertamos asustados siendo una región. Tres democracias complementarias en el flujo de productos, capitales, y trabajo. Seguimos asustados y, lo sabemos, el miedo es una herramienta política. La superautopista del TLCAN parece ser un artificio electoral republicano para evidenciar y explotar uno de los grandes miedos estadounidenses: la inevitable cercanía con México y los mexicanos.
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