Me cuesta, me cuesta, hablar, escribir, pensar, cualquier cosa sobre el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell. Es ya demasiado personal. Lectura repetida, obsesiva. Es cierto, uno crece con los libros, en los libros, y las causalidades se nos pierden, ¿Me he encontrado en el libro, o el libro, en esta nueva lectura, se ha encontrado conmigo? Una historia que toca ya los 10 años desde la primera lectura, se sabe, los libros también son espejos y nos imprimen en el tiempo.
Justine abre las heridas, que no duelen, invitan más bien a lamer. Será porque ‘hemos ido más allá del cuerpo’ porque ‘hemos sido heridos en el sexo’. Justine es la historia de los amores que casi lo son, que cubren en significados lo que les falta en sustancia. El amor es su representación solitaria, tecleada, callada. Todos los personajes soy yo. Justine, pequeño demonio de histerias y sabotajes, niña decadente de los dolores que todo lo llenan. Melissa, ‘pájaro perdido, semiahogado’, cuerpesito de arena, desnudo y mil veces pulverizado. Clea, la de los ojos omnipresentes, la de todas las memorias y todos los tactos. Darley, el más afortunado de los hombres grises, débilmente afirmativo, y claro, afirmativamente débil. Nessim, extraviado, atormentado, amarrado por hilitos de angustia, es decir, cadenas infranqueables. Balthazar, de manos horribles, frases comunes, y presencia que no deja lugar a dudas, él lo sabe todo y no deja espacio a pudores. Pursewarden, doliente, hiriente, burdo como equilibrio a la sensibilidad que se encuentra siempre inútil fuera del texto. Capodistria, desnudador de sillas; Pombal, pueril encantador de vacíos; Scoobie, ruidosa conciencia de lo decrépito. Todos, todos soy yo.
No hay amor sin cuerpos, y los alejandrinos son cuerpos a mano. Amistosos y amantes, no amorosos. ‘agotaron todas sus posibilidades en la imaginación y terminan por descubrir, más allá de los sombríos colores de la sensualidad, una amistad tan profunda que son esclavos unos de otros para siempre’. Cuerpos despojados de la sorpresa y el encanto, cuerpos generosos, arrendables a voluntad. Fragmentados, disconexos, la mano nada entiende de corazones, los ojos nada entienden de genitales, la boca nada entiende de pensamientos. Las partes que al unirse forman algo más grande que su simple suma, un personaje, un ser amado, una historia!. La ternura que sustituye al amor para confirmar el pegamento que nos tiene a todos unidos: la soledad. ‘Me miro en el espejo, pero eso me ayuda a pensar en ti’.
La ciudad es también algo que trasciende a la suma de sus partes. En la agregación de cuerpos la ciudad sale ganando y obtiene vida propia. Seca, indiferente, pero nunca hueca, la ciudad se llena de los vacíos de sus hombres, los muta, se dedica por entero a cubrirlos con su nombre: Alejandría. Por que a Alejandría como a Justine, lo que falta de corazón le sobra de alma: la raíz del mal. Sé lo que me falta y saberlo me completa. Justine es un libro que ‘quedó en libertad de soñar’ es, nos sugiere Durrell, el sentido del juego: tardío. Pensé que jugaba, no sabía que me habían convertido en tablero, en texto incompleto, en una idea que podrá sólo ser expresada por alguien más. ‘Toda acción dramática crea ataduras’
Es que no, no es fácil ser lo que se es y con Justine uno quisiera también ‘hacerse responsable de sí mismo’, de palabras escupidas, de silencios egoístas, de lo malgastado y lo omitido. Del cuerpo que aunque mío, sólo se encuentra en otros. De la lengua sobre la que camino, que moja los zapatos, una gran carcajada. ‘Me pregunto quién inventó el corazón humano, dímelo y muéstrame el lugar donde lo ahorcaron’ exige Justine, no porque sufra, sino porque no siente ya más allá de sí misma, porque el mundo entero se le incrustó y no existe fuera de ella. ‘¡Qué estúpidos y limitados somos! Un poco de vanidad sobre dos piernas’ Y, ¡ay ironías! ¡nos alcanzamos! No a nosotros mismos, entre nosotros, porque el mundo en efecto está incrustado en los otros y hay ahí ventanas a los sentidos, a las imágenes redondas y perfectas que sólo el otro puede darnos, a vivirnos como infinitas combinatorias de palabras y pieles, a ser un uno infinito….
Para luego, descubrir absortos que sí, que uno sigue siendo uno y que el cuerpo sigue siendo un algo separado de los otros, que vivimos en una larga tristeza post-coital. Es agotador. ‘Hay algo extenuante y corruptor en el hecho de amar tan bien y sin embargo tan poco’. Darse sin encontrarse, adelanto a paraísos que son, claro, siempre terrenales. Jugamos a buscar el placer como artificio para cazar dolores, ¿En dónde más podríamos encontrarnos mejor? En la muerte, ¿Y no es el sexo una forma de morirse muchas veces? No lo digo yo, lo dice Durrell en todas las voces, en las de aquellos que no pueden enamorarse porque son ‘comodines’, porque en ellos la vida corre propicia, libre, ciega. Los despreciables esclavos de la belleza, los que son la belleza.
Hombres ‘torturados más allá de lo soportable por la falta de ternura del mundo’. Nos encontramos, nos compartimos, plantamos miles de besos en miles de cuerpos, pronunciamos millones de palabras que casi dicen, escuchamos atentos los síntomas del otro, nos permitimos ser cuerpos y contar la historia del mundo desde un ombligo. Ni tristezas, ni tormentos, la búsqueda legítima de lo placentero, la recreación de sus síntomas, el derecho elemental a una sonrisa, a ser en el mundo: ‘¿Acaso no depende todo de nuestra manera de interpretar el silencio que nos rodea?’