25.8.06

El Fin de los Supremos (Publicado en Excelsior, 23/08/06)

“Yo, el Supremo Dictador de la República ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campana echadas al vuelo...”

Así inicia Yo el Supremo, del novelista paraguayo Augusto Roa Bastos, quizás la mejor novela latinoamericana escrita sobre un dictador, su infinito poder, y sí, sus infinitos miedos. El texto pertenece a un pasquín clavado en las puertas de catedral de Asunción, y da lugar a una historia intrincada de paranoias y expiaciones bajo la dictadura de Rodríguez de Francia en Paraguay.

América Latina ha sido rica en ambos, dictadores y escritores. Una paradoja: una región con grandes pobrezas económicas y con dos siglos de inestabilidad política, ha sido desde sus inicios una región culturalmente rica y productiva. Este contrasentido dio lugar a otro gran libro, El Espejo Enterrado, de Carlos Fuentes, un relato maravilloso de la obra cultural latinoamericana y su contraste con la situación económica y política de nuestros países.

Fuentes describe preciso el nacimiento de una identidad propiamente americana y sus dimensiones estéticas. Describe también la serie de descalabros. Los espejismos de las naciones recién independientes y el despertar doloroso a un mundo de caudillos y tiranos. La mutación de oligarquías coloniales en pillajes militares. Juan Manuel de Rosas en Argentina, Antonio López de Santa Anna en México, el doctor Gaspar Rodríguez de Francia en Paraguay. Biografías y gobiernos hechos para la literatura. Los títulos otorgados sobre sí mismos, “Dictador Perpetuo”, “El Supremo”, “Alteza Serenísima”, el poder así acumulado se vuelve una caricatura, una simulación.

El Siglo XX latinoamericano cambio las formas, nunca los fondos. Gobiernos del ridículo, Gustavo Rojas Pinilla en Colombia, Anastasio Somoza en Nicaragua, Alfredo Stroessner en Paraguay, y Rafael Leonidas Trujillo en República Dominicana. Los gobiernos nacionalistas del PRI en México, Getulio Vargas en Brasil y Juan Domingo Perón en Argentina. Las dictaduras militares de Augusto Pinochet en Chile, Aparicio Méndez en Uruguay y Jorge Rafael Videla en Argentina. Y por supuesto, Fidel Castro en Cuba. Países siempre con nombres propios.

Las democracias estables eran la excepción: Costa Rica y Venezuela. Hoy América Latina es una región de sistemas políticos democráticos y economías abiertas. Un cambio histórico profundo. Efectivamente, algunas de nuestras democracias se muestran endebles y con arreglos institucionales insostenibles. Efectivamente, la liberalización de las economías latinoamericanas no ha derivado ni en tasas de crecimiento elevadas y sostenidas, ni en una disminución sustancial en los niveles de pobreza y desigualdad. Pero hoy pocos cuestionan a la democracia como sistema de gobierno, o buscan en el Estado la solución de todos los problemas económicos.

La muerte de Alfredo Stroessner el pasado 16 de agosto cierra un capitulo en la región. Los juicios reiniciados contra los envejecidos Videla en Argentina y Pinochet en Chile reflejan democracias que ni olvidan ni perdonan. El deterioro en la salud de Fidel Castro nos permite especular sobre una Cuba democrática en el futuro. Los dictadores latinoamericanos enferman, padecen y mueren. Aquí ya no hay lugar para nombres propios, insignias falsas y títulos absurdos: “¿Qué tal Supremo Finado, si te dejamos así, condenado al hambre perpetua…”

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