13.12.06

Pinochet sin Excusas (Publicado en Excelsior, 13/12/06)

“Habla el Presidente de la República desde el Palacio de La Moneda. Informaciones confirmadas señalan que un sector de la marinería habría aislado Valparaíso y que la ciudad estaría ocupada, lo que significa un levantamiento contra el gobierno, del gobierno legítimamente constituido, del gobierno que está amparado por la ley y la voluntad del ciudadano.” Con esas palabras comenzó el Presidente Salvador Allende su serie de mensajes radiofónicos aquel 11 de septiembre de 1973. La radio se convirtió para Allende en el único medio para hablar con el pueblo chileno y aquellos mensajes se convirtieron en historia viva, el relato de un hombre entristecido, defraudado y traicionado.

La tristeza se comparte, junto con el resentimiento contra quien encontró en la cobardía y los cañones los medios para tumbar las ideas de un Presidente democráticamente electo. La presidencia de Allende ha sido usada ad nauseum como la evidencia número uno de las deficiencias institucionales de los regímenes presidenciales. Un gobierno minoritario –Allende fue electo con sólo 36.6% de los votos y con una distancia mínima de 2% sobre el candidato de la derecha- sin mayoría en el Congreso. La historia es conocida: parálisis gubernamental, polarización social y la ausencia de mecanismos institucionales para modificar el status quo.

Los regímenes parlamentarios pueden llamar a nuevas elecciones y formar un nuevo gobierno. En cambio, nos cuentan que en los regímenes presidenciales se termina por buscar destrabar los nudos institucionales por medios no institucionales. Los golpes de estado aparecen como resultados casi lógicos de la combinación malévola de un Presidente electo por mayoría simple y un Congreso electo por el principio de representación proporcional. El eterno gobierno dividido. Ya sabemos que las instituciones definen escenarios e incentivos, pero las culpas permanecen en los hombres. Nada los obliga a la usurpación, la deslealtad o la violencia.

América Latina ha sido el reino de los usurpadores. De quienes han visto en el gobierno un motín personal o ideológico (o ambos). Augusto Pinochet fue uno de ellos, con todos sus adjetivos: traidor, dictador, asesino y cobarde. De derechas o de izquierdas, lo mismo, odiosos.

Hay quienes buscan matices. Nos dicen que fue un dictador, pero un dictador popular. Como si en el apoyo ambulante y pancartero se encontrara algún tipo de legitimidad. También nos cuentan de sus éxitos económicos. El Washigton Post afirma sin pudor: “Augusto Pinochet torturó y asesinó. Su legado es el país más exitoso de Latinoamérica.” Como si lo uno fuera causa o excusa de lo otro. Como si no supiéramos que el desarrollo no pasa por la negación de las libertades. Como si no supiéramos que bajo Pinochet el PIB per cápita real de los chilenos creció en un 2% promedio anual, mientras que bajo los gobiernos democráticos a partir de 1990 lo ha hecho a una tasa cercana al 5%. El éxito chileno le debe poco a Pinochet y sus Chicago Boys, y mucho a la capacidad de los socialdemócratas para formar coaliciones de gobierno estables y priorizar la inversión en capital humano.

Pinochet murió y no hay residuos de alegría. Su muerte nos recuerda sólo lo que somos capac de hacernos, lo que no debemos olvidar, lo que no podemos volvernos a permitir: “El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse.” Era la voz de Allende antes de darse uesn tiro a solas en la Casa de la Moneda. “Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.” Y así fue.

No hay comentarios.: