Esta mañana (entre paréntesis).
(Carezco de una coraza que mantenga a las furias a raya. Es molesto. Aspiro aún ser un tipo de rangos pequeños, uno de esos a quienes las emociones apenas se les asoman en la cara y el mundo observa como verdaderos misterios de paz e indiferencia. Lejos. Acá la sangre hace de las suyas y corre enérgica al rostro para gritarle al resto que existe y hay legitimidad en su frenéticos pasos. Infantil).
Los que forman espacios.
Habitamos un pueblo quieto, por tanto inquietante. Son 39 casas propiedad de 34 familias, hay una de ellas que ha construído para sí 6 casas que habita por periodos de dos meses cada una. Son los Ja. El centro del caserío está formado por una plancha de cemento, sobre la que todas las familias colocaron mosaicos de distintos colores, el cuadrado de forma con 23 mosaicos de un lado y 23 mosaicos del otro lado, sumando 529 mosaicos en total. Las caras verticales, oeste y este, son de Cristo. Las caras horizontales, norte y sur, son de la victoria. Cada familia cargó 15 mosaicos de sus casas, los Ja llevaron 34, por ser el clan más grande. En el centro de la plancha hay un pequeño jardín con exactamente 21 plantas, 20 de ellas son apenas arbustos secos y espinosos, queda una que se alza verde y lanza floresitas blancas todo el año y dice Dios es mi Juez.
Peregrinamos uno por uno.
Al lado este del pueblo se acuesta una montaña que rompe la luz del sol en las mañanas, la llamamos el Monte del Silencio Intermitente, en la cara que da a nosotros construímos escaleras en zig-zag que llegan a su cima. Pudimos armar una sola escalera recta, pero después de una cerrada votación, se decidió que el zig-zag permitía espacios para el descanso y obligaba a ver simultáneamente el trayecto y el pueblo que se va quedando abajo, por ello tiene una placa al inicio que anuncia Andador de los que Todo lo Ven. Cada casa envía un miembro al que da el título de Jefe del Día que Toca, puede ser adulto o niño, hombre o mujer, amo o sirviente. A cada uno le toca un turno asignado en una lotería para ascender el andador. Nos gusta no cruzar palabra, a menos que al subir por los cientos de escalones nos topemos sorpresivamente, entonces emitimos un sonido agudo que anuncia nuestra presencia y le dice al otro "existo y en mi tú también existes". Por eso el Silencio Intermitente, pues aunque debiera ser quizás el Sonido Intermitente, creemos que la intermitencia pertenece al tramo más largo de las cosas, y lo que define al monte entonces es nuestro aullido, que es muy breve, pero nos hace los habitantes de la montaña.
No todos llegan.
El andador se vuelve cada uno y así lo usamos. Algunos se contentan con subir dos módulos y pensar en la cima a la que no aspiran llegar. Otros andan y desandan hasta la mitad, por que el suyo es un camino hacia el pueblo, no desde él. Los menos se lanzan directo al fin, ven al pueblo de reojo, todo en ellos es el deseo de hallar y no encuentran placer en la búsqueda. Esos son los Jefes del Extrañamiento y los Meses que Rompen. Las reglas dicen que de cruzarse, debe haber entre ellos una lucha para asignar lugares de ascenso, el que logre poner al otro con las dos rodillas sobre el mismo escalón tiene el derecho automático de seguir su camino, mientras el vencido deben permanecer en la misma posición de rezo y sumisión hasta que otro Jefe del Extrañamiento y los Meses que Rompen llegue a donde se encuentra y mediante una nueva lucha de asigne al que puede seguir. Yo me he quedado de rodillas un día entero (12 horas). Es otro viaje y otro fin.
Ciento cuarenta.
Al terminar los escalones hay una pequeña terraza, cada uno de sus lados mide 35 pasos, quienes llegan a ella deben andar su borde y contar los 140 pasos, que son la suma de 23 + 23 + 21 + 34 + 39, 140 es entonces el Número que Sumamos cuando Sumamos el Pueblo Entero. Cada paso ocurre en un segundo, dedicamos entonces 2 minutos a nombrar la jornada que nos trajo aquí, y 20 segundos a quedarnos sólo con 3 palabras que logren definirla completa. Las mías esta mañana fueron: sangre, lejos e infantil.
Volver a bajar es la alegría.
Detrás de la terraza hay una reja siempre abierta seguida de tres escalones y el inicio de una vereda que se abre paso entre un pasto siempre crecido. A la vereda no le hemos puesto nombre porque la hemos creado nueva y con los pies, no ha sido una intención. No hay ahí tampoco un descenso largo, el lado de la montaña que no da a nosotros es una cuneta con árboles y plantas puestos ahí por otra fuerza, en cuyo centro se forma durante 4 meses del año una laguna de lluvia. Por pereza lo conocemos como el Valle de la Ternura Infinita y en él tenemos el impulso (y la anuencia) de abrazarnos mucho, acostarnos sobre sus hierbas, caminar desnudos y, cuando así lo necesitamos, iniciar coitos en los que todos participan sonrientes (el coito entre dos es mal visto entre nosotros porque desdice la Ternura Infinita y hace del cuerpo un territorio que acaba en dos manos).
La mañana de mañana.
Bajé por primera vez al Valle y las palabras sangre, lejos e infantil perdieron fuerza. Vicios de quienes somos del clan Ja. Entonces pensé que las de hoy deberían ser las palabras ojos, alegría y compartido. Entré en la belleza y entendí que belleza y ternura forman una misma cosa de la que está hecho mi cuerpo, que es el cuerpo de todos los que probaron el Valle conmigo. Nuestro origen es la sonrisa del coito, no sólo de quienes así se reproducen, nuestro padre y nuestra madre, sino de la totalidad de encuentros ocurridos, entre pares de madres y pares de padres, ellos escriben el Placer que se Cierra sobre sí Mismo, y quienes nacen 9 meses después están hechos del esperma que les dio carne y del esperma que guardado en los cuerpos o regado en la hierba, les dio alma. Al confirmarse la existencia de un nuevo habitante del pueblo en el vientre de las mujeres, de una bolsa de cuero sacamos un número (de todos los número que corren entre 1 y 34), así se decide a qué familia pertenece y agregamos su llegada a un 140 que se ensancha y al tiempo, se mantiene intacto.
(Carezco de una coraza que mantenga a las furias a raya. Es molesto. Aspiro aún ser un tipo de rangos pequeños, uno de esos a quienes las emociones apenas se les asoman en la cara y el mundo observa como verdaderos misterios de paz e indiferencia. Lejos. Acá la sangre hace de las suyas y corre enérgica al rostro para gritarle al resto que existe y hay legitimidad en su frenéticos pasos. Infantil).
Los que forman espacios.
Habitamos un pueblo quieto, por tanto inquietante. Son 39 casas propiedad de 34 familias, hay una de ellas que ha construído para sí 6 casas que habita por periodos de dos meses cada una. Son los Ja. El centro del caserío está formado por una plancha de cemento, sobre la que todas las familias colocaron mosaicos de distintos colores, el cuadrado de forma con 23 mosaicos de un lado y 23 mosaicos del otro lado, sumando 529 mosaicos en total. Las caras verticales, oeste y este, son de Cristo. Las caras horizontales, norte y sur, son de la victoria. Cada familia cargó 15 mosaicos de sus casas, los Ja llevaron 34, por ser el clan más grande. En el centro de la plancha hay un pequeño jardín con exactamente 21 plantas, 20 de ellas son apenas arbustos secos y espinosos, queda una que se alza verde y lanza floresitas blancas todo el año y dice Dios es mi Juez.
Peregrinamos uno por uno.
Al lado este del pueblo se acuesta una montaña que rompe la luz del sol en las mañanas, la llamamos el Monte del Silencio Intermitente, en la cara que da a nosotros construímos escaleras en zig-zag que llegan a su cima. Pudimos armar una sola escalera recta, pero después de una cerrada votación, se decidió que el zig-zag permitía espacios para el descanso y obligaba a ver simultáneamente el trayecto y el pueblo que se va quedando abajo, por ello tiene una placa al inicio que anuncia Andador de los que Todo lo Ven. Cada casa envía un miembro al que da el título de Jefe del Día que Toca, puede ser adulto o niño, hombre o mujer, amo o sirviente. A cada uno le toca un turno asignado en una lotería para ascender el andador. Nos gusta no cruzar palabra, a menos que al subir por los cientos de escalones nos topemos sorpresivamente, entonces emitimos un sonido agudo que anuncia nuestra presencia y le dice al otro "existo y en mi tú también existes". Por eso el Silencio Intermitente, pues aunque debiera ser quizás el Sonido Intermitente, creemos que la intermitencia pertenece al tramo más largo de las cosas, y lo que define al monte entonces es nuestro aullido, que es muy breve, pero nos hace los habitantes de la montaña.
No todos llegan.
El andador se vuelve cada uno y así lo usamos. Algunos se contentan con subir dos módulos y pensar en la cima a la que no aspiran llegar. Otros andan y desandan hasta la mitad, por que el suyo es un camino hacia el pueblo, no desde él. Los menos se lanzan directo al fin, ven al pueblo de reojo, todo en ellos es el deseo de hallar y no encuentran placer en la búsqueda. Esos son los Jefes del Extrañamiento y los Meses que Rompen. Las reglas dicen que de cruzarse, debe haber entre ellos una lucha para asignar lugares de ascenso, el que logre poner al otro con las dos rodillas sobre el mismo escalón tiene el derecho automático de seguir su camino, mientras el vencido deben permanecer en la misma posición de rezo y sumisión hasta que otro Jefe del Extrañamiento y los Meses que Rompen llegue a donde se encuentra y mediante una nueva lucha de asigne al que puede seguir. Yo me he quedado de rodillas un día entero (12 horas). Es otro viaje y otro fin.
Ciento cuarenta.
Al terminar los escalones hay una pequeña terraza, cada uno de sus lados mide 35 pasos, quienes llegan a ella deben andar su borde y contar los 140 pasos, que son la suma de 23 + 23 + 21 + 34 + 39, 140 es entonces el Número que Sumamos cuando Sumamos el Pueblo Entero. Cada paso ocurre en un segundo, dedicamos entonces 2 minutos a nombrar la jornada que nos trajo aquí, y 20 segundos a quedarnos sólo con 3 palabras que logren definirla completa. Las mías esta mañana fueron: sangre, lejos e infantil.
Volver a bajar es la alegría.
Detrás de la terraza hay una reja siempre abierta seguida de tres escalones y el inicio de una vereda que se abre paso entre un pasto siempre crecido. A la vereda no le hemos puesto nombre porque la hemos creado nueva y con los pies, no ha sido una intención. No hay ahí tampoco un descenso largo, el lado de la montaña que no da a nosotros es una cuneta con árboles y plantas puestos ahí por otra fuerza, en cuyo centro se forma durante 4 meses del año una laguna de lluvia. Por pereza lo conocemos como el Valle de la Ternura Infinita y en él tenemos el impulso (y la anuencia) de abrazarnos mucho, acostarnos sobre sus hierbas, caminar desnudos y, cuando así lo necesitamos, iniciar coitos en los que todos participan sonrientes (el coito entre dos es mal visto entre nosotros porque desdice la Ternura Infinita y hace del cuerpo un territorio que acaba en dos manos).
La mañana de mañana.
Bajé por primera vez al Valle y las palabras sangre, lejos e infantil perdieron fuerza. Vicios de quienes somos del clan Ja. Entonces pensé que las de hoy deberían ser las palabras ojos, alegría y compartido. Entré en la belleza y entendí que belleza y ternura forman una misma cosa de la que está hecho mi cuerpo, que es el cuerpo de todos los que probaron el Valle conmigo. Nuestro origen es la sonrisa del coito, no sólo de quienes así se reproducen, nuestro padre y nuestra madre, sino de la totalidad de encuentros ocurridos, entre pares de madres y pares de padres, ellos escriben el Placer que se Cierra sobre sí Mismo, y quienes nacen 9 meses después están hechos del esperma que les dio carne y del esperma que guardado en los cuerpos o regado en la hierba, les dio alma. Al confirmarse la existencia de un nuevo habitante del pueblo en el vientre de las mujeres, de una bolsa de cuero sacamos un número (de todos los número que corren entre 1 y 34), así se decide a qué familia pertenece y agregamos su llegada a un 140 que se ensancha y al tiempo, se mantiene intacto.
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