Libertad e igualdad, he ahí los dos fines centrales de la política en permanente tensión y equilibrio; aunque claro, entre libertad e igualdad median varios puentes: la fraternidad (proponía Octavio Paz), la justicia (escribía John Rawls) y la equidad (implicaban ambos).
Las elecciones democráticas, al ser por definición procesos competitivos no son ajenas a este dilema. El debate es claro, por un lado garantizar la equidad en la competencia sin que deje de ser eso, una competencia; por el otro lado garantizar el derecho a la información de los electores para formar y manifestar sus preferencias. En las democracias contemporáneas, ambas garantías pasan forzosamente por la regulación del vínculo entre medios de comunicación y partidos políticos; esto es, por la definición de las reglas de acceso a espacios mediáticos.
Un vistazo a las democracias en el mundo nos permite identificar dos modelos prototípicos. Por un lado, el libre acceso de los partidos políticos mediante la compra privada e ilimitada de tiempo aire. Este es el caso en Estados Unidos, en donde los pre-candidatos y candidatos enfrentan pocas restricciones en la recaudación de fondos privados y nulas restricciones en la compra de medios. Al otro extremo se encuentran las democracias que prohíben la compra de tiempo aire por parte de candidatos y/o partidos, y distribuyen en cambio, mediante fórmulas igualitarias o proporcionales, un monto fijo de tiempo en medios electrónicos públicos y/o privados. Este es el caso en todas las democracias consolidadas en Europa, con excepción de Italia y Portugal; así como en Chile y Brasil en nuestra región.
Defender el modelo estadounidense es defender una concepción de competencia que se basa en la libertad de candidatos y partidos para hacerse por sí mismos de capacidades; y que hace de la competencia por el dinero y el tiempo aire un elemento central de la competencia por los votos. Así, donadores de dinero y medios de comunicación adquieren un papel estratégico y político central. Defender el modelo europeo es defender una concepción de competencia que se basa en la equidad de capacidades entre candidatos y partidos, que no encuentra libertad posible ahí donde la dotación de capacidades es desigual. Así, se despoja a donadores y medios de protagonismo político.
¿Cuál modelo es mejor? La respuesta inevitable es: depende. En primer lugar, depende del resto del andamiaje institucional y electoral; esto es, del número y tipo de partidos políticos. Un sistema mayoritario como el estadounidense, con sólo dos partidos políticos, y ubicados cerca del centro del espectro ideológico facilita irónicamente una competencia más equitativa y transparente por recursos y tiempo aire. Por el contrario, un sistema no mayoritario, con más de dos partidos políticos distanciados ideológicamente, haría del modelo ‘estadounidense’ una opción inevitablemente inequitativa, dando además a los medios un papel central en dicha inequidad.
Pero hay otro elemento central que hasta ahora ha sido ignorado en el debate mexicano: el mercado mediático. En el caso de Estados Unidos hablamos de un mercado televisivo competitivo, con al menos 4 corporaciones televisivas nacionales y 78% de hogares con acceso a televisión por cable o satelital. La competencia en el mercado mediático en Estados Unidos posibilita una competencia más transparente y equilibrada de los partidos por espacios mediáticos.
El contraste con México es evidente, en el encuentro perverso entre el oligopolio mediático y el monopsonio partidista, la reforma electoral resuelve al menos lo segundo. En efecto, la reforma es criticable, por lo que tiene (contraloría interna en el IFE, regulación de campañas negativas, y negación de candidaturas independientes) y sobre todo, por lo que no tiene. Pero si algo evidenció el debate sobre la reforma es la urgencia de modificar el mercado televisivo, tanto o más que el de los partidos.