Es una banalidad. Es también una condena. El fútbol se contagia y no hay aspirina que valga, queda sólo envidiar a quienes han logrado mantenerse al margen de partidos, nombres, estadísticas, rankings y escenarios de clasificación. Es el encuentro maniqueo de un juego y las identidades nacionales. Nadie en su sano juicio podría decir que esos 11 jugadores representan efectivamente un país, pero pocos podrán evitar sentir su parte de alegría o amargura nacional si el equipo gana o pierde. El mundial de fútbol es una perversión patriotera. Una paradoja, “el mundo unido por un balón” y las pasiones identitarias encendidas.
Una obviedad:
El fútbol redime. El mundo es un lugar asimétrico y anárquico. La distribución de capacidades militares y económicas es desigual. Distinción entre ricos y pobres, fuertes y débiles, poderes hegemónicos y poderes satélites. El fútbol es fuente de espejismos, dominio ilusorio pero visible, vivible. El fútbol suple carencias. Motivo histórico de orgullo (y tragedia) nacional en Brasil, Argentina y Uruguay, el fútbol ha enaltecido también a países como Camerún, Croacia, Nigeria, Paraguay o Ghana. El débil se contenta de goles. Respuesta psicológica a la historia. Alternativa a los resentimientos y las rivalidades, por años el mexicano encontró en el fútbol y su dominio sobre Estados Unidos un respiro a sus debilidades y dependencias. También sobregirados son lo traumas, ¿quién ha superado el triunfo 2-0 de Estados Unidos sobre México en el mundial del 2002?
El fútbol es combate, somatización de conflictos. El ejemplo más notorio fue la llamada ‘Guerra del Fútbol’ entre El Salvador y Honduras en 1969, durante el proceso de clasificación para el Mundial México 1970. Por supuesto, el fútbol no fue causa de guerra, fue su epílogo. Existía entre ambas naciones una historia de conflicto creciente sobre temas migratorios y fronterizos que se agudizó a consecuencia de los partidos de ida y vuelta entre ambos países que dejaron como saldo 13 muertos. Una semana después del último partido, la guerra había iniciado. El conflicto armado duró 6 días, tuvo un saldo de 2,000 muertos y El Salvador clasificó al mundial.
El fútbol refleja y genera tensiones. Rivalidades pegajosas e inevitables. El grito incómodo de la afición mexicana “¡Osama! ¡Osama!” hacia los jugadores estadounidenses en el juego de clasificación a los juegos olímpicos del 2004. El equipo israelí que juega el torneo de clasificación en Europa y no en Asia como el resto de países de la región. La carga emocional de los juegos entre ex-colonizadores y ex-colonizados (i.e. Portugal-Angola, Francia-Senegal), lo mismo que entre ex-rivales de guerra (i.e. Corea del Sur-Japón, Inglaterra-Argentina).
Por supuesto, el fútbol no afecta el orden mundial ni las relaciones entre Estados. Sin embargo, lo opuesto es posible, las relaciones internacionales contextualizan y el fútbol les provee de entradas, cauces, síntomas y mutaciones. Es sólo un juego.
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