La política es el espacio de lo público, el mecanismo convenido para dirimir los conflictos colectivos. La política es también un mundo de artificios, divisiones simuladas, clasificaciones de caricatura, mundito binario: bueno/malo, cierto/incierto, izquierda/derecha. Uso rutinario de etiquetas, acusaciones, dedos histéricos que señalan fantasmas. Yo acuso bullicioso y repetido. Sin polarizaciones no hay diferencias visibles, que definan un ‘yo’ distinto al ‘otro’. Ventanas a la furia y la intolerancia. Imposible hablar hoy del proceso electoral en México sin que a alguien le salten las venas y la lengua, repetición exacta de discursos, spots y slogans.
Simple normalidad democrática. Certidumbre en los medios, incertidumbre en los resultados. Saludable formación de preferencias individuales y su agregación. Ni bueno ni malo absolutos, esas son categorías maniqueas de estrategas de campañas. Esos argumentos tienden a ser pueriles aunque se incrusten necios en los editoriales nacionales. Desde la democracia se juzga al oponente como un peligro, una colección de mesianismo e incertidumbre, leviatán de tinieblas que nos hará peder la casita a crédito que con tanto trabajo hemos comprado.
En este proceso de categorizaciones y miedos infantiles, como pocas veces, América Latina ha servido de espejo político para los mexicanos. Ha habido antes procesos políticos paralelos en la región. El descalabro de las ilusiones post-independentistas que se desvanecieron bajo la voluntad de los primeros tiranos latinoamericanos, Juan Manuel de Rosas en Argentina, Gaspar Rodríguez de Francia en Paraguay, o Antonio de Santa Ana en México. Algo similar sucedió con el nacimiento de las aspiraciones nacionales modernas, los estados latinoamericanos buscando su sitio en el siglo veinte, el nuevo estado (y el viejo esquema de liderazgo personal): Lázaro Cárdenas en México, Getulio Vargas en Brasil, y Juan Domingo Perón en Argentina.
Hoy la referencia es ambivalente. La región se ha movido hacia la izquierda, pero la izquierda es un techo que da cabida a gobiernos disímiles. Los ejemplos prototípicos son claros. Chile bajo el gobierno de Ricardo Lagos, políticas económicas eficientes y socialmente responsables. En contraste, Hugo Chávez y el mundo alucinado de enemigos y complots, liderazgo político construido fuera del sistema de partidos, basado en la polarización y el dispendio público.
En México el espejo latinoamericano se volvió pesadilla bolivariana. Nos advierten coléricos que México está a punto de convertirse en víctima de su miopía, ciudadanos-Ulises susceptibles al canto de sirenas bolivarianas. Comparaciones torpes. No hay elementos que nos permitan siquiera trazar paralelos entre las posiciones de política pública de López Obrador y las acciones de gobierno de Hugo Chávez o Evo Morales. Todo se reduce a las formas, atributos personales. Atajos intelectuales, análisis hechos sólo de adjetivos.
Hay otros espejos latinoamericanos. Vivimos hoy en la región por primera vez bajo regímenes democráticos que se encaminan hacia la consolidación, pero que adolecen de problemas institucionales que inhiben su efectividad gubernamental. No hay mejor preventivo para las tentaciones populistas que sistemas de partidos funcionales, democracias con la capacidad de gobernar y, por supuesto, gobiernos que atiendan prioritariamente a las poblaciones marginadas del desarrollo, en una región caracterizada por la desigualdad económica y la pobreza.