16.4.09
Cáscara
Al principio, un pensamiento. Detrás del pensamiento, fuente creadora, materia con una evidente idea: ser.
Dentro del pensamiento, el mundo.
Montañas que dan ríos que dan frutos que dan hombres que pasados miles de montañas, ríos, frutos y hombres, me dieron cuerpo y nombre.
Soy el fin del pensamiento: lo pienso.
Aunque liso, tortura, cambia su forma y dimensión, nos estira cuando aspira a nuevos mundos y crece horizontalmente (brazos van), nos estrecha cuando explora lo creado y crece verticalmente (cabeza tan lejos de pies).
Vivimos sin dios ni dioses.
Alguien dijo, “nació el salvador y murió en la cruz por nuestros pecados”, alguien más agregó, “se llama Jesús y es el hijo de Dios en la tierra”, juntos sentenciaron, “están el padre, el hijo y el espíritu santo”.
Yo los oí.
Arropé el pensamiento original (soñé que sin ver no hay pensamiento completo), me arrodillé entre cientos como yo, tuve fe.
Mil novecientos setenta y seis años creí en el dolor como camino al que no tiene materia, flotaba sobre pensamientos-que-no-tienen-fin, quería ser idea que medita sobre sí misma.
Hablé de la libertad como la ausencia de cuerpo y nombre.
Entonces, mil novecientos setenta y siete años, amé y fuera de mi cuerpo y el suyo nada cabía. Voz faltaba para repetir los dos nombres.
Evidente idea: ser.
Dos fue el número primero (no hay uno), y desde él, hemos sumado cientos. De su encuentro con otros nombres yo soy y le doy aquellos a quienes sólo yo disfruto.
Entendí que el hijo de Dios era un dibujo dentro del pensamiento original, una trampa para regresar a un cuerpo finito y creciente. Lo desarropé y vi que soñar es el pensamiento completo.
Evidente idea: ser.
Es un cuerpo con nombre que medita sobre sí mismo y consume voráz otros cuerpos y nombres.
La libertad es ser devorado.
Al final, un pensamiento.
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