Mastiqué un mes entero, con los cachetes rebasados, lo fui deshaciendo paciente en sus días (hubo días que quedaron quietos entre muelas, empiezan a doler). Obsesivo, reduje los días a una pasta uniforme de horas y duros minutitos. Del mes (aquí marzo), tragué una mitad que, asentada en mi estómago, me obligó a caminar despacio y sentarme largos ratos, con las manos sobre el vientre, sobando esa mitad-de-mes que se vuelve roca. La otra mitad la escupí indolente sobre maderas y tapetes, como testimonio de un tiempo maleable pero inútil: una mancha que olfatean y lamen mis amorantes gatos. Marzo sabe aún en mi boca y provoca involuntarias sonrisas (a solas). Es mi aliento. Deshecho marzo, doy vueltas al silencio, mientras la cabeza va en línea recta a los mismos lugares (de otro modo: estómago y cabeza son los dos fines de este mismo animal). Partido en dos velocidades, el rostro se me deforma por el viento, mientras los pies juguetean en el agua, ningún extremo da señales de muerte, tampoco viven: están hechos para aparadores (lo mismo que esta mentira). Devorado o disgregado hasta el último minuto (el tiempo), en las noches pongo los brazos al lado del cuerpo (inhabilitados), doblo la cabeza a la izquierda, y boca-abajo, dejo que me anden por la espalda los minúsculos e insolentes segundos que lograron escapar por mis comisuras y se esconden de la luz en mis axilas. Es un placentero tormento, me muerden incansables, cientos de dientesillos rabiosos me sanguinolean, y entre punzada y punzada, recuerdo que el cuerpo sobrevive (traicionero) al no-tiempo. Son como ladillas... ¿como ladillas?... ¡son ladillas! Y las quiero tanto, que de no ser por sangre, sería un blanco inmóvil, un tipo a-lo-largo de un mes, erguido y andante de espacios y relojes. Un ordinario redondo y finito. Un asco.
19.3.09
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